COLUMNISTAS
El reportaje de Magdalena // Toms Eloy Martnez

‘Escribir sobre el peronismo es un capítulo cerrado’

Empezó como crítico de cine y escribió folletines. Pasó por Primera Plana y El Periodista. Entrevistó a Perón la noche del golpe militar contra Illia. Mezcla de ficción y política, sus novelas se tradujeron a veinte idiomas. Abandonó su residencia en Estados Unidos por rechazo a la gestión Bush. Y esto dice.

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Efectivamente, con esa perfecta educación y encanto que él califica de “timidez”, Tomás Eloy Martínez asiente cuando le preguntamos acerca de ese medio millón de ejemplares que vendió El vuelo de la Reina... ¡en China!
—Sí, ¡pero no me hice rico! Los chinos pagan sólo unos pocos yuans por el anticipo, ¡y nada después!
—Pero no es el único éxito internacional de tus obras. “La novela de Perón” ha sido traducida a veinte idiomas; “La mano del amo”, a siete; “El vuelo de la Reina”, a quince...
—Sin embargo, Santa Evita no es mi novela más conocida –explica– y tuvo una fama que yo no esperaba. Mientras la escribía me resigné a la pobreza que tanto ayuda a la imaginación, y en las primeras semanas del lanzamiento en Buenos Aires yo no entendía realmente por qué a la gente le gustaba tanto, qué tenía de mejor que La novela de Perón o La mano del amo. Cuando regresé a mi casa, en Nueva Jersey, ¡había cinco metros de faxes proponiendo traducciones! Era un domingo, y ese mismo día le habían dedicado una página entera en la sección principal del New York Times, tal vez porque no tenían otro tema mejor. Un año más tarde, estaban traduciéndola a más de treinta lenguas y todavía figuraba en la lista de best sellers.
—¿Por qué pensás que tuvo esa acogida impresionante cuando la mayoría de los lectores ni son argentinos ni conocieron a Evita?
—Eso es un misterio. No es una novela fácil. García Márquez, que fue el primero en leerla, me dijo que allí había en verdad tres novelas. La de Evita, la del cadáver y la del autor que se desespera por no saber cómo contar todo eso. Pero los estudiantes norteamericanos han descubierto que hay muchas más, todas intrincadas. Lo cierto es que, gracias al interés que despertó ese libro, se tradujeron todos los otros.
—Bueno, pero vos, cuando trabajabas en la revista “Panorama” tuviste la ocasión de conocer a Perón en el exilio. Eso, seguramente, te dio una serie de pistas para adentrarte en esa historia. Incluso, recuerdo que me contaste que López Rega, inexplicablemente, lo interrumpía con frecuencia...
—Es cierto. Mirá, yo entrevisté a Perón por primera vez en 1966, la noche del golpe contra Illia. Lo vi otras dos o tres veces hasta que, en 1970, desde París, lo llamé para preguntarle si se animaba a grabar sus memorias. Para mi sorpresa, aceptó. Estuve cuatro días con él, a fines de marzo de aquel año, y a raíz de las interrupciones de López Rega que mencionábamos nació la idea de las contramemorias que están en La novela de Perón. Perón sancionó aquellas memorias como legítimas y los historiadores suelen usarlas como fuente principal para sus investigaciones. Cuando compaginé las grabaciones, advertí que Perón había omitido hechos importantes y que, en algunos casos, los había tergiversado ordenándolos bajo una luz más favorable. Al enviarle la versión final para que la aprobase, adjunté una serie de notas al pie de página en las que dejaba constancia de las omisiones e inexactitudes observadas.
—¿Y las aceptó?
—Perón me devolvió el texto final de las memorias sin corrección alguna; y no me devolvió, en cambio, las notas al pie ni contestó la carta que le escribí al día siguiente pidiéndole que tomara alguna decisión sobre los datos que esas notas aportaban. Era evidente que no quería que se publicaran las correcciones. Quería las memorias y punto.
—¿Qué hiciste, entonces?
—Lo único posible. Tuve que publicar el texto tal como él lo exigía, puesto que se trataba de material autobiográfico. En aquel momento, cuando aún estaba en el exilio, a Perón le interesaba más forjar su propio monumento histórico (o, para decirlo de un modo más benévolo, establecer su verdad política como verdad última, única, aquella única verdad que él confundía con la realidad) antes que resignarse a la verdad histórica. Crear mi propia verdad hizo nacer en mí la idea de la novela. Pensé entonces que el primer gran libro de la literatura argentina es una biografía falsa de Facundo Quiroga, que se lee ahora como una novela. Ese fue mi modelo: el Facundo de Sarmiento.Y como quería repetir los pasos dados por el Facundo, publiqué primero esa novela como folletín en El Periodista, tal como Sarmiento lo había hecho en El progreso, de Santiago de Chile, a comienzos de 1845.
Y aquí, Tomás recuerda que, a las pocas semanas, los lectores empezaron a escribir cartas quejándose de que Arcángelo Gobbi (el personaje imaginario de La novela de Perón, un “compañero del Arca”, especie de santón a quien le ha tocado vigilar, entre las dos y las cinco de la madrugada, los albergues improvisados en el Autódromo Municipal con motivo del regreso de Perón) ¡no pertenecía a tal o cual secta ni había estado en tal o cual lugar!
—Entonces advertí –explica Tomás– hasta qué punto las novelas tienen un efecto de realidad semejante al de los medios, aún en aquellos finales del siglo XX, y todavía hoy.
—Pero ¿en todos tus libros has incluido personajes reales?
—Claro. Es una especie de juego con los lectores que quizá tenga que ver con el insomnio, cuando las fronteras entre lo imaginario y lo real se desdibujan tanto. En realidad, no lo sé. Si hablamos de La novela de Perón, los personajes de ficción son los más reales.Te diría que casi todos los temas de mis libros, con excepción de Santa Evita y La novela de Perón, nacieron en mí antes de que yo cumpliera 12 años.
No me imagino demasiado a ese Tomás Eloy, chiquito, tímido (por propia confesión), seguramente brillante en el colegio y con la familia, ¿jugando al fútbol?
—Mis padres provenían de viejas familias venidas a menos, y recuerdo épocas de pobreza en las que mi padre llevaba a casa trabajos de arquitectura para completar el salario. Desde que aprendí a leer, me encerré en mi cuarto y casi no hice otra cosa durante la infancia, ni siquiera durante las vacaciones en las montañas. Fui un fracaso jugando al fútbol, que me gustaba mucho y los únicos aplazos de la vida los tuve en una materia que se llamaba Dibujo. El primer libro que cayó en mis manos fue una versión infantil de Don Quijote, con el que me aburrí muchísimo. En la adolescencia lo releí con placer y, desde entonces, el placer no ha cesado. Cada tres o cuatro años lo empiezo otra vez y no paro hasta terminarlo. Como a casi cualquier chico, nada me gustaba tanto como las aventuras. Devoré las obras completas de Julio Verne y de Alejandro Dumas. Leí dos veces La isla misteriosa, y dos o tres veces La reina Margot y El conde de Montecristo. A los 12 años, sufrí una tuberculosis imaginaria ¡leyendo La montaña mágica! A los catorce, empecé a tener insomnio, y siempre recuerdo a una empleada de la Biblioteca Sarmiento, en Tucumán, que me recomendó El proceso de Kafka, como remedio infalible para quitármelo. Bueno –sonríe–, desde entonces, soy un insomne incurable.
—¿Y cómo era el resto de la familia?
—Tengo tres hermanos menores, con los que jugaba a inventar países y lenguajes. Y muchos primos que eran mis mejores amigos. Me divertía con ellos haciendo malabarismos con las palabras, moviendo de lugar sus sonidos y sus significados. Todo lo que yo escribí en la niñez se parecía –en versión mucho menos refinada, por supuesto– a lo que hizo Cabrera Infante, y algún eco de eso ha quedado en Sagrado, mi primera novela.
—¿En qué momento se produce tu encuentro con la realidad política del país? ¿Esto ocurre mucho después, al venir a Buenos Aires?
—De ninguna manera. En los almuerzos familiares se discutía apasionadamente de política. Mi familia materna era radical; la de mi padre, conservadora. ¡Imaginate! Y aunque esas discusiones me parecían un aburrimiento, una pérdida de tiempo, también me acostumbré a escuchar las alegrías y calamidades del país. Sin embargo, me costaba entender que se pensara en cambiar las cosas sólo con palabras. Quizá por eso, aún hoy, de todos mis libros, el que prefiero es Lugar común la muerte. Lo completé en un momento muy doloroso, cuando el exilio parecía no tener fin y la Argentina era, para mí, inalcanzable. Quería tocarla con esa colección de textos y ni siquiera la rocé. Fue en 1979, cuando todo estaba tan oscuro.
—En nuestra historia, para bien o para mal, hay circunstancias de las que parece no haber retorno... y sin embargo...
—Sí. Por ejemplo cuando terminé de escribir el “Perón”, me dije que no iba a escribir una línea más sobre el peronismo. Pero luego sobrevino un episodio que relato en el último capítulo de Santa Evita, y ya no pude desprenderme de la obsesión. Ahora sí, ese capítulo está cerrado.
—Te repito, nunca se sabe. ¿Acaso te hubieras imaginado ser leído por millones de personas? ¿O que de tu familia, tan tradicional, pudiera surgir una trayectoria fascinante como la tuya? ¿Tu primer trabajo fue en “La Gaceta”?
—Sí, mientras estudiaba Letras en la Universidad de Tucumán. Primero, como corrector de pruebas; después, reportero para lo que fuera; y más tarde, como redactor y diagramador de los títulos internacionales. En julio de 1957, María Elena Mitre de Noble me recomendó a La Nación y entré a trabajar allí, primero como crítico de teatro, y luego de cine. En 1961 renuncié al diario, y durante un año estuve dando vueltas por una agencia de publicidad y dando clases en la Universidad de La Plata. A fines de 1962, Jacobo Timerman me invitó a formar parte de la redacción de un semanario que él iba a dirigir, Primera Plana. Un año más tarde, viajé a Roma y a Jerusalén para narrar el primer viaje de un Papa fuera de Italia y, desde entonces, no he cesado de andar por todas partes. En 1969, estaba cansado del periodismo y quería ir a París a escribir mi segunda novela. En Primera Plana, era jefe de Redacción y mis compañeros –hacía ya cinco años que Timerman había dejado la revista– se negaron a que me instalara allá como corresponsal. La Editorial Abril me ofreció entonces esas funciones, ¡pero cuando todavía no me había ido de Primera Plana Onganía cerró la revista! Me quedé entonces un tiempo más, para mostrar mi repudio a la censura. Luego, en septiembre de 1972, entré a La Opinión como director del Suplemento Cultural. Y allí seguí hasta que me amenazó de muerte la Triple A, en abril de 1975, cuando empezó mi exilio. En agosto de ese año, Timerman me invitó a volver. Escribí entonces mi nota “El miedo de los argentinos” y, como las ideas de la nota fueron cambiadas sustancialmente, aunque se mantuvo mi firma, decidí seguir en Venezuela. Luego vinieron los militares, Camps me incluyó en listas de condenados y ya no pude volver.
—Vos decías que algunos de tus libros estaban con vos desde la infancia. Incluso que la infancia es la patria de toda literatura. ¿Cómo es tu ritmo de trabajo?
—Escribo casi siempre por la mañana, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera y que fracasa cuando el tono está equivocado. Demoro también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez a veinte horas de trabajo; y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis o siete horas. Me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad o deseo o sueños o anotaciones súbitas. Envidio a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea. Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita y El vuelo de la Reina. Si a mi alrededor la realidad se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra.
Y entre las penumbras aparece la terrible oscuridad en la que un accidente de tránsito le cuesta la vida a su esposa Susana Rotker, brillante catedrática y escritora que, aún joven, desaparece como resultado de la fatalidad que hace de los conductores alcohólicos asesinos en potencia.
—Después de tantos años de enseñar en una universidad norteamericana, ¿cómo es, hoy, vivir en USA en la era de Irak y el terrorismo?
—Mirá, George W. Bush ha cambiado la cultura libre de su país de una manera que quizá sea irreparable. Cualquier prójimo diferente puede ser visto ahora como un enemigo. Apenas mi hija menor termine el College, voy a regresar a Buenos Aires. Me fui de ahí cuando el aire se volvió irrespirable. ¿Por qué me quedaría entonces en un país que está enfermándose a paso veloz y donde ya casi no queda oxígeno?
Pero a lo largo de esta extensa conversación queda, para mí, todavía abierto un tema que Tomás ha mencionado al pasar: el episodio que él ubica en el ultimo capítulo de Santa Evita y al que califica como “lo único que no es imaginario en ese libro”. No sé si es fruto de la casualidad –al mismo tiempo, sabemos que no hay casualidad en estas cosas–, pero nos reunimos por última vez en este viaje de Tomás a Buenos Aires en el café Tabac, de Libertador y Coronel Díaz, donde ocurre el episodio del que necesito saber más. De ese golpe de teléfono que, a fines de junio de 1989, sacude una historia tan trágica como misteriosa.
“Usted quería escribir sobre Evita...”, le dicen a Tomás. “Eso fue hace mucho tiempo. Lo que quise decir ya está en una novela. Salió hace cuatro años.” “Sólo nosotros sabemos lo que pasó”, dicen ellos.
—¿Ellos son, como vos decís, Tomás, el coronel Corominas, el brigadier Rojas Silveyra y Carlos Maggi?
—Es lo único no imaginario en ese libro. Cada uno de estos personajes creía que, en algún momento, los restos de Evita le habían pertenecido, y cuando recordé el sitio –el fondo de una cripta en el cementerio de la Recoleta, bajo tres planchas de acero de diez centímetros, detrás de rejas de acero y puertas blindadas–, les dije lo mismo que has leído: “Ella no siempre va a estar ahí. Tiene la eternidad para decir qué quiere”.
Y mientras terminamos nuestros cafés en silencio, llega Gabriela Esquivada. También ella es viuda de un escritor (C.E. Feiling) y, como dice Tomás:
—Es mucho más joven que yo. Con Gabriela nos conocimos cuando yo dirigía el suplemento literario de Página/12, y ella era mi adjunta. Debió de ser un amor reprimido, porque los dos estábamos casados entonces, y además éramos felices por separado. Ahora lo somos, juntos, y mucho.
El aire es húmedo. Y cae, finalmente, la tarde sobre Buenos Aires.