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Escritores cualunques y jueces flotadores

Creo que si yo fuera juez, no sería un juez corrupto. Pero, considerando que la función hace al órgano, la ocasión hace al ladrón y que “por sus obras los conocerás”, es probable que si fuese juez sería un juez tan malo y hasta un poco peor que la media de los jueces, es decir, no sería mucho mejor en tanto juez que lo que soy como escritor.

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Creo que si yo fuera juez, no sería un juez corrupto. Pero, considerando que la función hace al órgano, la ocasión hace al ladrón y que “por sus obras los conocerás”, es probable que si fuese juez sería un juez tan malo y hasta un poco peor que la media de los jueces, es decir, no sería mucho mejor en tanto juez que lo que soy como escritor. A propósito de la justicia, con los años he llegado a pensar que es justa la observación de Ricardo Piglia de que soy un escritor cualunque, un mero fenómeno pasajero del marketing. Pero, con el paso de esos años, lamento cada día más que no fuese acertada la observación del mismo Piglia de que soy el escritor Coca-Cola. A la Coca-Cola –un empalagoso menjunje de botica– bastó con agregarle gas carbónico para convertirla en un gran negocio, fuente de riqueza para miles de embotelladores y de mucha más riqueza para los herederos del que tuvo la idea. En cambio, a los escritores cualunque en general, y a mí en particular, no hay idea ni gas insuflable que pueda sacarnos a flote.
Por eso es razonable que los jueces hagan la plancha manteniéndose un poco más allá de la rompiente: siempre aparecerá una ola benévola que los traiga a la playa sin sobresaltos ni revolcones. Si fuésemos jueces –jueces cualunques– haríamos otro tanto, flotando cada uno a manera.
Y si yo fuese juez, flotaría a mi manera verano tras verano, olvidaría mis resúmenes estudiantiles de Kelsen y de Carl Schmitt y resistiría cualquier tentación de mandar a algún acusado a la cárcel. Total, lo dice nuestra Constitución, la cárceles no son para castigo de nadie, sino para proteger a la sociedad, y a la vista de que hay tantos presos y que la sociedad está cada vez más desprotegida me ganaría el ánimo de no encarcelar a nadie, salvo en los casos en que la tolerancia pusiese en peligro mi empleo de juez.
Hacer la plancha. Es una ley de sabiduría marinera. Cuando nada se puede hacer, más vale dejarse flotar y no gastar fuerzas inútilmente. En un país de estadísticas dudosas, una estadística estima que el 85 por ciento de los penados pasó alguna vez por un instituto de detención de menores. Esto, que para algunos probaría que desde chico uno arrastra su naturaleza criminal, a otros, como al imaginario juez Fogwill, les sirve para fortalecer la idea de que la penalidad contribuye a integrar a sus “víctimas” en la cultura del delito, a perfeccionar las técnicas criminales y a vincular al futuro delincuente común con sus pares y con los miembros de las policías y las fuerzas de seguridad, entre quienes son cada vez más comunes los que hacen negocios con el crimen.