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Este niño y otro y otro

Según sean el país, la etnia, el credo, millones siguen sin ser sentidos ni pensados como tales. El caso de Alan Kurdi y los chicos qom.

Nixo
Diario Perfil - Galera de Imgenes | Dyn

Es dato cierto, pero fiero: el niño es el invento humano más reciente. Tiene algo más de 200 años. Esto en lo general, pues algunas islas de ternura por allí las hubo, aunque pocas. La invención social de la mujer sigue sin completarse (machos mediante). Derechos del Hombre crecieron de a poco (1215, 1628, 1776, 1789) pero sin cuajar igualdad pues al hombre le place más impedir los del otro que obtenerlo para sí.

Los del niño aún esperan ser naturalizados. En muchos países se los trata todavía como adultos pequeños y con la crueldad que Dickens nos contó. No está lejana la época en que Jonathan Swift, con plena hambruna en Irlanda y dado que los adultos sentían a sus hijos pequeños un estorbo (y de menos valor que una liebre) propuso se permitiera a los padres comer a sus hijos (sic). Este documento (“Una modesta proposición”, de 1729) es una crítica sarcástica a los terratenientes de su tiempo y una de las páginas más originales escritas jamás contra poder alguno.

Hoy mismo, según sean el país, la etnia, el credo, millones de niños siguen sin ser sentidos ni pensados como tales. Los hay que cargan bolsas como un mulo, otros eviscerados para el tráfico de órganos, muchos violados y algunos mostrados en anuncios con ropa de adultos y maquillaje sensual promovido por piratas de la cosmética y la moda mundial.

Todo esto lo sabemos, lo comentamos, nos irrita, y… allí se queda (o lo peor, allí sigue). Salvo una minoría, el calvario de la infancia no cesa. Estos días la fotografía del niño sirio (perdón: el niño sirio de la fotografía) tensó e hizo vibrar en cadena a los medios de prensa de Occidente. Ya es un clásico. Pasan días, meses, durante los cuales el infanticidio es tratado como un dato meteorológico o mediático más. Como noticia corriente. Y pasa también que, de pronto, cada tanto, una imagen crudelísima y por tal insoportable, se alza hasta posarse global en las portadas y títulos catástrofe. No es la primera ni la última. Es la foto oportuna. Por distinta. “Por su interés” (sic). La que tiene punch como para traspasar la caparazón de tortuga de la piel mundial. O, como en este último caso, la que logró expresar mejor el tamaño de la catástrofe. ¿A quién? ¿Sólo al sirio Assad, a Obama, a Putin, a Merkel, a? ¿A nosotros no?

Los muertos van y vienen y los “Je suis Tal” o “Je suis Cual” no detienen las degollinas ni los naufragios seriales. Marx decía que las tres grandes fuerzas que mueven la historia eran la violencia, la economía y la estupidez. Esta última pareciera dirigir a las restantes. Las sucesivas crisis que jalonan los pocos años de este siglo perplejo muestran tendencia a la alta, no a la baja. Decirlo no es simpático ni en casa ni en el mundo. Blindarse con cartones no es seguro ni práctico. Luchar contra la estupidez debería ser mandato básico para los líderes de cualquier grupo de cualquier país. Todos asistimos al desplome de una época y al arribo de otra. Y todos en nuestra medida somos sus parteros. El guión de la especie dicta eso.

A días nomás de la noticia impacto ya no se habla de lo que tanto se habló. Circuito triste es el pasar del lloro verbal a la crítica, de ella a la exaltación y muy pronto a... la evaporación. La cruda imagen de Aylan Kurdi sublimó en símbolo disuelta en la memoria corta o larga de cada cual. Así de “estúpida” que es la historia, todo hace pensar que otra ominosa secuencia se prepara para tocarnos el hombro otra vez. De este modo suma y borra sus testimonios de cinismo nuestra desanimada civilización occidental y cristiana. Por pocos días (dos, tres) previsibles locutores de televisión abusarán de lo banal, cursi y lacrimógeno. No sólo aquí. La foto del niño pasará a ser más noticia que el niño de la foto. La cultura que malvivimos licúa la emoción hasta dejarla breve. Y mecánica. Grandes bochos de la profesión dudaron horas en decidir “poner” la foto del niño boca abajo en la arena o la foto del niño en brazos del guardavidas. Pesó más discutir el límite de lo mostrable que proponerse campañas de denuncias hondas y enfáticas sobre causas e identidad de responsables (países, líderes, corporaciones) de las megatragedias de todo tipo que vienen agobiando al mundo y depredando al planeta.

Hasta hace poco se estilaba acudir al verso de John Donne que Hemingway popularizó. Las tragedias han devenido tan enormes que recordar “la muerte de cada ser me disminuye porque yo…” provoca hoy vergüenza ajena. Y los insufribles duelos almibarados de algunos cronistas televisivos, también. Se trata de achicar el pánico y agrandar la conciencia, no al revés. Como lo hace a diario el filoso dibujante El Roto, de El País, quien reflejó al niño echado en la arena con trazo goyesco y frase para pensársela dos veces: “Una imagen vale por mil ahogados”.

Y tampoco se trata de extenderse en el martirio de niños del exterior y ser tan cortos en el tratamiento de los niños que mueren por nuestra culpa. Durante la última inundación se ahogó un niño cuyo cadáver apareció un día después. No murió por la fatalidad o el azar: lo fue por la falta de una política hídrica correcta no cumplida ni por ésta ni otras administraciones bonaerenses. En el país no pasa semana sin que un chico muera por una bala perdida de las que cada vez se pierden más entre nosotros. O por un crimen de lesa humanidad como lo es que en el país que cacarea poder alimentar a toda Europa (400 millones) fallezcan de hambre algunos de sus niños. ¿Cuántas portadas mereció el destino de Néstor Femenía, niño qom chaqueño, muerto por tuberculosis y grave desnutrición infantil? Esa fue su muerte individual. Tuvo una segunda: el Hospital de Niños de Resistencia registró como causa la inconcebible frase “muerto por una enfermedad”. Y aún hubo una tercera. La que le produjo de modo infame el latoso Capitanich al defender, tozudo, ante los cronistas la validez de la frase del registro.

 

Nota: Al ir cerrando esta columna, se sumó otro sacrificio qom. No hace falta abundar. Basta citar que el inimputable Gobernador varió su argumento. Atribuyó la muerte de Oscar Sánchez (11 años, 11 kilos) a “falencias culturales”. ¡Vaya a saber que enfermedad es ésta!