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Feos, sucios y malos

Por alguna razón, los documentales se le dan muy bien al punk. Acaso porque muchos de los grupos de punk rock cumplieron con aquel dictum nietzscheano del “di tu palabra y rómpete”.

Tomas150
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Por alguna razón, los documentales se le dan muy bien al punk. Acaso porque muchos de los grupos de punk rock cumplieron con aquel dictum nietzscheano del “di tu palabra y rómpete”, encarnando la gloria y tragedia de los héroes que fulguran y caen en desgracia en el mismo acto. En la década que se cierra se estrenaron al menos dos grandes películas basadas en historias así: la de Joy Division (Joy Division, 2007) y la de los Sex Pistols (The Filth and the Fury, 2003). Se sabe: Joy Division editó apenas dos discos antes de que su cantante, Ian Curtis, se suicidara. A los Sex Pistols les bastó con apenas uno, Never mind the Bollocks, para difundir al género en todo el mundo, antes de separarse y de que Sid Vicious muriera a causa de una sobredosis. (Hay una tercera película notable, End of the Century, de 2003, sobre la historia de The Ramones. Pero el grupo neoyorquino, a pesar de haber inventado el punk, hizo de la supervivencia un estilo. Y a pesar de no soportarse entre ellos, duraron veintidós años juntos).

En el 2008 se exhibieron en el Bafici las películas de Joy Division y los Sex Pistols. La del grupo de Manchester (que ya había sido homenajeado por el director Michael Winterbottom en 24 hour party people) es de una sobriedad que encarna a la perfección la grisura de la ciudad británica en los 70 y las oscuras melodías post punk de Curtis y compañía. El film sobre los Pistols, que recién ahora tuve la oportunidad de ver, está en el extremo opuesto: el exceso, la rabia, la suciedad y la furia desbordan las imágenes del documentalista Julien Temple (que vivió la escena punk londinense y registró muchos de los primeros ensayos y shows de la banda de Johnny Rotten, Glen Matlock, Steve Jones, Paul Cook y Sid Vicious).

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“Tener una banda es un infierno, es duro, es horrible. Pero había un trabajo que hacer, y al final es ese trabajo lo que cuenta”, son las palabras que abren la película, mientras desfilan las imágenes de una Inglaterra sumida en la miseria y el desencanto. Temple obtiene el valioso testimonio de los miembros de la banda (oculta sus rostros en un cono de sombras, como si fueran declaraciones de testigos reservados) y lo contrapone con el del mánager del grupo, Malcolm McLaren (en su momento diseñador, dueño de una casa de ropa, y hoy reconocido artista conceptual) al que se escucha decir: “Yo quería usar a la gente como arcilla, tomé un grupo de chicos, los manipulé, y así creé a los Sex Pistols”.

A través de más de una hora y media asistimos a la vuelta completa de la transformación del punk, entre 1977 y 1979: desde su nacimiento en los estratos más bajos de la sociedad (los Pistols eran, básicamente, delincuentes juveniles) hasta convertirse en el último grito de la moda: cueros, tachas, crestas y alfileres de gancho. De la idea de ser uno mismo, al mandato de ser igual que todos. Aquí están las acusaciones cruzadas, las últimas imágenes de Vicious, el llanto y el arrepentimiento de Rotten por su muerte.

Entre tanta pose, entre tanto músico que declara que su arte busca la alegría y la distracción del público, en la película de Temple brilla la mugre y la esencia del punk. Como se escucha de boca de Rotten: “Nuestra música no buscaba hacer feliz a la gente. Queríamos atacarla. De frente”.