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Ficciones

El fútbol no es la guerra. ¡Qué absurdo es arriesgar el pellejo por un club, por un equipo, por un barrio, por una bandera, por unos colores! Pero la guerra sí es la guerra.

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Ficciones. | Pixabay

Fue Luis Sagasti el que evocó alguna vez, en una conversación de bar, y con una precisión admirable, esa escena tan típica de los días de la infancia: el momento en el que las madres (porque, en general, de eso se ocupaban las madres) se asomaban por la puerta a la vereda y llamaban, cada una a su hijo, para que entraran, que ya era hora: a bañarse o a comer. En la vereda, los chicos del barrio llevaban largo rato jugando, por ejemplo, a la pelota. En el momento del llamado materno, pero no antes, los chicos descubrían que ya se había hecho de noche, que estaban jugando ya casi completamente a oscuras. La declinación de la luz, al ser paulatina, les había impedido advertir esa circunstancia. Pero más que eso, en verdad, otro factor: la propia compenetración en el juego. Hacía falta esa irrupción, esa interrupción, hacía falta ese elemento exterior, para notar que se jugaba en la sombra, pateando y atajando casi sin ver.

Así son los juegos: crean un mundo propio de fuerte autonomía; sus reglas son propias, sus tiempos también. El que viene desde afuera puede tener la impresión de que ahí no hay nada; pero para aquellos que están jugando, la impresión es que ahí hay un todo. Es tarde, hay que entrar a bañarse: ¿qué significa estar cinco a cinco y que el partido sea a seis? O en un partido de truco: ¿qué significa un veintinueve iguales, que falte solamente una mano? O en un partido de ajedrez, ¿qué significa estar a dos movimientos, nada más, de un jaque mate inexorable? Nada: una pelota de goma y unos buzos tirados a los que se ha dado en llamar arcos; cuarenta cartulinas pintadas: los naipes; un puñado de trebejos en un cartón cuadriculado. ¿Qué es eso? Nada. Para el que viene de afuera, nada. Para el que está adentro, sin embargo, para el que está jugando, todo. No el todo, pero sí un todo.

Es lo propio de los juegos y es lo propio de las ficciones (y del tipo de ficción que suelen suscitar los juegos). Quien entre de repente a un cine, por ejemplo, se sentirá desconcertado frente a la emoción mal contenida, si es que no frente a las lágrimas desatadas, de los que miran la proyección sobre una pantalla de unos que actúan, en verdad solamente actúan, en un lugar que es en verdad un decorado, una agonía sin remedio o un adiós que es para siempre.

Y es que también las ficciones componen un todo que en parte necesita poner en suspensión el afuera (incluso las ficciones realistas, cuyo todo narrativo se remite a la totalidad social, precisan activar un mundo propio para poder funcionar como ficciones). En el caso de los juegos, al no tener consecuencias reales en el mundo (excepto cuando se juega por plata o excepto cuando el juego no es otro que la ruleta rusa), hacen de sí mismos una cápsula presurizada, forjan su envasado al vacío, se hacen mónada sin ventanas, fundan su reino sin más allá. Mientras esa sugestión se sostiene, su potencia es inaudita, tremenda su intensidad. Apenas se restablece un afuera (las cosas graves de la existencia humana o la sencilla escena cotidiana de una madre llamando a comer), el efecto se desvanece, cede la tensión irrespirable, se desinfla, se afloja.

¿Qué nos quieren decir, entonces, cuando nos recuerdan que el fútbol es “solamente” un juego? Es un juego, precisamente. De eso se trata, sí. ¿Y qué nos quieren decir al aclararnos que “no es cuestión de vida o muerte”? Ya sabemos, es más que obvio: nada, salvo la vida y la muerte, es cuestión de vida o muerte. El resto es siempre un “como si”. Pero la fuerza del “como si”, el poder de lo imaginario, el poder de la pura figuración, se hace patente en estos casos: son nada y se vuelven un todo, son fútiles y se vuelven graves.

El fútbol no es la guerra. ¡Qué absurdo es arriesgar el pellejo por un club, por un equipo, por un barrio, por una bandera, por unos colores! Pero la guerra sí es la guerra. Y no es menos absurdo, llegado el caso, arriesgar el pellejo por un dios, por un rey, por una patria, por unos colores, por una bandera.

Ficciones hay de distinto tenor, de distinto grado.