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Freud y la neurociencia

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Somos una función del cerebro? Por si las implicancias de este interrogante no bastaran, todavía cabe la pregunta: ¿somos una más de las funciones de nuestro cerebro? ¿Sólo eso, un complejo de inferioridad para llevar a cuestas? Hay quienes afirmaron, y aún afirman, que los genes son los que determinan la estructura y la función de los organismos, lo que equivaldría a decir que somos la más acabada expresión de nuestra genética. Otros no se quedan atrás y afirman que lo que nos hace ser quienes somos –nuestros procesos mentales, nuestra conciencia de “ser”, entre otras menudencias– no es más que la actividad concertada de grupos de neuronas en el cerebro. Ni más ni menos, en realidad. Uno se siente un poco disminuido cuando trata de pensarse a sí mismo –sus emociones, sus éxitos y sus fracasos, el conjunto de los recuerdos– como el resultado de la actividad de las células dentro del cerebro. Pero, al mismo tiempo, podemos llegar a sentirnos más dueños de lo que somos si comenzamos a comprender de qué se trata esto de ser seres humanos. El estudio de la conciencia desde un punto de vista científico es realmente muy reciente y suele decirse que es como el estudio de la física antes de Newton
(¡ni qué hablar de Einstein!). Es más: en los círculos académicos de investigaciones en psicología y neurociencias (que para este libro son casi equivalentes, como se verá más adelante) era mal visto estar interesado en la conciencia y uno se podía quedar sin amigos fácilmente, rodeado de un halo de misticismo que a los científicos no les gusta demasiado. Lo mismo habría sucedido si Galileo o Copérnico hubieran presentado sus trabajos en un congreso internacional de física en la Edad Media. Sin embargo, las cosas cambiaron, y mucho. El estudio de la relación mente-cerebro y de la conciencia ya cumplió la mayoría de edad, posee un carácter propio y se ha puesto casi a la cabeza de las neurociencias contemporáneas. Estudiar la conciencia está de moda: los departamentos de ciencia cognitiva florecen en las universidades de Europa y Norteamérica, y nosotros no podremos quedarnos atrás por mucho tiempo. (…)
El llamado problema mente-cerebro admite muchos planteos equivalentes. Se dice que al finalizar una conferencia de Francis Crick (quien ganó el Premio Nobel junto con James Watson por el descubrimiento de la estructura del ADN, y unos años más tarde decidió que la biología molecular no daba para más y se dedicó a “problemas en serio” como el de la conciencia), uno de los presentes se levantó para decirle que no entendía cuál era exactamente el problema, y que consideraba que la conciencia no era más que “un televisor dentro del cerebro”. Crick respondió sin inmutarse: “Pues bien, ¿quién mira el televisor?”. En otras palabras: si la visión, o el proceso cognitivo de “ver”, es un fenómeno consciente, ¿a quién debemos atribuírselo? ¿A ciertas zonas del cerebro? ¿Puede “ver” el cerebro? ¿Pueden “ver” los ojos? Y lo que es más importante: ¿podremos algún día, desde nuestro incómodo lugar de televidentes-conscientes, ver lo que ocurre en la pantalla y, al mismo tiempo, los mecanismos por los cuales se está generando la imagen? (…)
¿Qué tienen en común Winston Churchill, Marilyn Monroe, Los Beatles, Mao Zedong, Lenin, Walt Disney y Adolf Hitler? Entre otras cosas, el hecho de que figuran en la lista de los cien personajes más influyentes del siglo XX, de acuerdo con el ranking de la revista Time. La lista incluye también a veinte científicos como Albert Einstein (“el hombre del siglo”), Alexander Fleming, Jean Piaget, Alan Turing y a un tal Watson-y-Crick (que figura como uno solo). Como corresponde a la primera mitad del siglo pasado, los físicos tienen una buena representación y, como corresponde a la visión tradicionalmente chauvinista de la ciencia en cualquier siglo –que por fortuna se está revirtiendo poco a poco–, las mujeres sólo están representadas por una científica, Rachel Carson (...). En todo este universo de influencias llama la atención la significativa falta de neurocientíficos, esos soñadores que estudian el cerebro y sus circunstancias; en definitiva, lo que nos hace ser quienes somos (y sí, ésta es una afirmación polémica). La mente y la conciencia, eso que borgeanamente otros llaman el universo, son consideradas las últimas fronteras del conocimiento humano –¿es que no hay nadie para defenderlas en esta lista de luminarias?–.
Bueno, sí, hay alguien: un tal Sigmund Freud, un neuro… algo, al menos en sus comienzos. Y en el comienzo fue el cerebro.
Ya se sabe: mientras estudiaba medicina, Freud comenzó a trabajar en el laboratorio de algunos ilustres científicos de la época, como Ernst Brücke y Theodore Meynert. Más allá de que sus fanáticos aseguran que estaba camino a convertirse en el padre de la neurociencia moderna, lo cierto es que sus primeros trabajos de laboratorio no son lo que se dice impresionantes –al menos eso pensaban sus jefes, quienes le aconsejaron muy amablemente que “lo suyo, Sigmund, está en la clínica; vaya nomás con los pacientes y déjenos los experimentos a nosotros”–. Les hizo caso y se puso a trabajar en la clínica neurológica pero, incorregible al fin, siguió investigando los efectos de una nueva droga milagrosa, una tal cocaína, que prescribió (y se autoprescribió) tanto para la indigestión como
para la depresión.
Eran, con todo, tiempos fundacionales para las neurociencias, y el joven Freud no podía estar ajeno a las novedades. Veremos que hacia fines del siglo XIX había dos hipótesis acerca de la estructura del sistema nervioso: en forma de red continua o con neuronas individuales que formaban conexiones particulares. Así, nuestro héroe Sigmund seguía de cerca la polémica y, muy poco después de algunas publicaciones fundamentales de Cajal, editó su Proyecto como un claro apoyo a las ideas del español. (...)
Freud va mucho más allá, adhiriéndose plenamente a la teoría del neuronismo, al afirmar que es en la actividad neuronal en donde debemos encontrar la base de los fenómenos mentales.

*Doctor en Biología. Fragmento del libro Cavernas y palacios (Siglo XXI Editores).