COLUMNISTAS

‘Garcas’

Cómo nombrar a esa nutrida falange de argentinos que exhiben su desprecio por los demás? Ejemplos elocuentes sobran.

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Cómo nombrar a esa nutrida falange de argentinos que exhiben su desprecio por los demás? Ejemplos elocuentes sobran.
El tipo viene hablando con su celular en la mano izquierda, mientras mantiene el volante del auto con la derecha. Los vidrios polarizados le garantizan relativo anonimato, pero se ve que habla y conduce a la vez. Avanza por Callao y gira a la izquierda por Arenales sin detenerse. Ni guiña con la luz de giro. Pasa antes que los peatones, pero no va a ninguna parte, ya que a 20 metros se detendrá por el congestionamiento antes de Riobamba. Si ahí tiene que frenar, ¿para qué se apresuró a no dejarnos pasar y avanzar de prepo, mientras sigue al teléfono?
Este episodio no me cambia mayormente la vida. Mis dichas y mis pesares seguirán siendo exactamente los mismos de hace un rato, pero mientras camino concluyo que los análisis políticos y los comentarios ideológicos que, con toda justicia, salpican las páginas de los diarios y empapan los minutos de la radio y la televisión eluden lo principal.

Hay un aspecto poco estudiado o dejado directamente de lado cuando agotamos los ángulos para observar detenidamente el acontecer cotidiano. Mucha minucia cerebral y agotadores maratones doctrinarios no dan cuenta de lo que ese guarango ha perpetrado. No es la suya una extravagante conducta individual. En la Argentina, me parece, prospera una cuota especialmente alta de garcas seriales, tipos que hacen daño, en pequeña o gran escala, porque les gusta, les da placer, los excita o, peor, porque no saben hacer las cosas de otra manera.
Son los que, cuando manejan, se adelantan por la derecha o te sobrepasan por las banquinas. Integran una reverberante muchedumbre de anticiudadanos, gente hosca y repelente que no pide sino que agarra, avanza pero jamás deja hacerlo a otros, criaturas dotadas de una inagotable capacidad de saciar sus apetitos sabiendo que perjudican a otros.
Consultan su celular en la oscuridad de los cines y responden llamadas desde la butaca, para contar qué película están viendo. Se materializan en fracción de segundos cuando estás a punto de subir a un taxi bajo la lluvia, aparecen en medio de la nada, se aferran a la manija de la puerta y entran al vehículo empujándote, alegando: “Disculpá, lo vi primero y me estaba mojando”.

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Esta categoría de seres ofrece varietales humanos diversos y se reproduce en especialidades cada vez más singulares. Están los que no tienen rival cuando sacan sus perros a la calle. Buenos Aires sobresale por la fenomenal cantidad de señoras que, con cara de desvaído desinterés, se airean por las veredas, arrastrando a sus mascotas. Cuando el can se emperra en defecar junto a la puerta de tu casa o de la mía, esa vecina deviene en antisocial insuperable. “Vamos Vladimiro”, le dice al perro, mientras mira hacia el infinito. El cuadrúpedo se alivia y arranca, con dueña y todo, sin que nadie levante el regalo del piso. Te dejaron la hez en la puerta de tu casa, pero la señora, que seguramente en 2002 coreaba que-se-vayan-todos, se retira impávidamente, sin eliminar la vaporosa deposición del animal.
El garca es una persona que funciona con desamor y egoísmo. Está fascinado con su condición de canalla solitario. Es así no por estar condenado a una existencia de privaciones y marginalidad. Es pariente de esa nueva tribu urbana, notoria y evidente en las noches de jueves a sábados, los meadores profesionales, tipos más bien jóvenes que tienen la cremallera fácil. Eliminan la cerveza de la vejiga no bien les apetece y en medio de la calle. Arriman sus osamentas a una pared, se bajan el cierre, desnudan el miembro y orinan, al aire, a la luz, en medio del canto de los pájaros y ante la vista de niños y niñas. Total, ¿por qué no? ¿Cuál es el problema? ¿O acaso no dicen que todas las necesidades humanas son legítimas y es condenable reprimir esa pulsión por satisfacerlas?
Esto prevalece en la Argentina. El desmadre de los valores instaló la supremacía de la anomia existencial. Si nada está mal, todo está bien. Enamorados de la picardía, hemos devenido pícaros crónicos; todo es trampa y todo es relativo. El que me tira el auto encima, como el que sube y baja primero de subtes y colectivos, es un ser convencido de que su incivilidad permanente es cosa de niños comparada con las enormidades permanentes que se perpetran desde el poder político y económico.
¿Por qué deberíamos ser mejores en nuestras módicas cotidianidades, si los estafadores del negociado IBM-Banco Nación zafaron de la cárcel y Siemens hace de nuevo negocios en el país? Razonamiento pedregoso pero eficaz: ¿qué sentido tiene juzgar las infracciones de todos los días, si los grandes delitos terminan impunes?
Pienso que este núcleo de conducta explica gran parte de las calamidades institucionales de la Argentina, un país donde gruesas legiones de habitantes consideran razonable violar las normas de convivencia porque de nada sirve cumplirlas si “arriba” todos quedan exceptuados, pero donde una gravitante fracción de gente piensa que la luz roja del semáforo es un instrumento represivo.

La anomia nos ha remitido a un vivir arcaico y menesteroso. Resignados a nuestras penurias grandes, nos acondicionamos a nuestras pequeñas indigencias cotidianas. Conviene, empero, no confundirse: más allá de torpes justificaciones, una agresiva y batalladora legión de tipos abominables, sueltos por calles y avenidas, sacia sus apetencias más pedestres sin ignorar que daña a los demás.
Una sociedad civil que vivió la pantomima hiriente de las candidaturas “testimoniales” y convive con quienes las protagonizaron tiene paladar de cemento. Ya no lo dudo: tenemos un porcentaje de garcas superior al mínimo tolerable para una salubridad aceptable. ¿Mi lenguaje es prosaico y poco edificante? Vale, lo acepto, pero ¿cómo llamarlos? ¿Cómo caracterizar la conducta del oficialismo, que hasta la tarde del jueves pensaba cruzar la calle con semáforo en rojo y llevarse puesto al Congreso? Por una vez fallaron, pero son temibles.