COLUMNISTAS

Gen Gis Kirch

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MONGOLIA EN LOS 90 Y HOY. Manifestaciones contra el comunismo y estudiantes actuales fotografiándose en la misma plaza frente a la Casa de Gobierno.

Estoy en Mongolia, el país más pobre de Asia, una especie de gran Bolivia sin salida al mar con una superficie comparable a la de Argentina pero una población más pequeña que la de Uruguay. A pesar de su gran territorio, Mongolia tiene sólo dos vecinos, los grandes gigantes asiáticos: al Norte y al Oeste limita con Rusia; y al Sur y el Este, limita con China. Obviamente, Mongolia “se” hizo comunista con sus vecinos (en 1924) y abrazó la democracia en 1990 junto con la caída de la ex Unión Soviética. Las fotos que ilustran esta columna son de las manifestaciones de la “perestroika mongola” en la plaza principal de Ulan-Bator, la capital del país, hace veinte años; y la misma plaza hoy, con alumnos de colegio primario que se fotografían con el fondo de la Casa de Gobierno. El señor que aparece subido a un caballo en el monumento es el general Sükhbaatar, quien en 1912 desalojó al último contingente de soldados chinos que desde el año 1617 controlaban Mongolia. Las dos veces que tuvo que independizarse , la pobre Mongolia precisó esperar que sus colonizadores colapsaran en su propio país: primero cuando cae la dinastía Qing y la China imperial se convierte en una república, y luego cuando la ex URSS desaparece.

Pero lo interesante y singular de Mongolia (cuya economía actual crece a tasas argentinas también por el aumento de los precios de las materias primas, principalmente minerales) no está en su historia contemporánea sino en la del siglo XIII, cuando el Imperio Mongol, con Gengis Khan al frente, dominó desde las costas del océano Pacífico en China, hasta Europa oriental, 15 mil kilómetros de punta a punta, el más extenso de la historia de la humanidad.
¿Cómo pudieron aquellos primitivos nómades esclavizar a los numerosos chinos, eslavos, tártaros, turcos, indios y árabes, muchos de los cuales los superaban en cultura y sofisticación? Y más aún, ¿cómo un pueblo tan poco numeroso generó dos de los más belicosos conquistadores de la historia de la humanidad: Gengis Khan y Atila?

Guerrero. En el centro de Ulan-Bator se destaca el gran estadio nacional, el deporte más popular que allí se practica es la lucha. En la tapa de los diarios se repiten las celebridades más importantes del país: los luchadores. Acaban de obtener tres medallas olímpicas en distintas disciplinas de lucha. Y hasta hay mongoles que compiten en el sumo de Japón. Ese espíritu peleador remite al estado primitivo del hombre, cuando el poder provenía casi exclusivamente del uso de la fuerza. Mientras las habilidades guerreras fueron corporales, los mongoles parecían imbatibles, pero su gigantesco imperio estalló en pedazos dos siglos después.

Los seres humanos vemos lo que queremos ver. De la misma manera que los astrónomos de distintas épocas veían en una arbitraria agrupación de estrellas una Osa Mayor, yo veo a Kirchner hasta en Mongolia. Así como la topografía semiárida de este país y su crudo invierno me rememoraron la provincia de Santa Cruz, tierra que también requiere hombres duros, por desplazamiento asocio a Néstor Kirchner con Gengis Khan y Atila. Quizás esta metáfora, más que un pensamiento, sea un deseo: que el invencible imperio kirchnerista pueda desarticularse con la misma rapidez que el mongol, dado que fue construido con similar salvajismo.

La Casa de Gobierno de las dos fotos de esta página muestra la marca del tiempo. Cuando estaban los soviéticos, se había prohibido el culto a Gengis Khan. Pero su monumento –junto con una estructura de vidrio frente a las columnas de siempre– remozó el edificio con la llegada de la democracia. También su rostro está impreso en los billetes que se emitieron tras la derrota del comunismo.
La reivindicación de Gengis Khan fue un gesto de rebeldía a la dominación soviética, que no pudo alcanzar a Atila bajo la justificación de que “Gengis Khan era igual de sanguinario pero Atila era peor porque mataba por matar”.

¿Kirchner matará –en sentido simbólico– por matar y será más parecido a Atila que a Gengis Khan? En cualquiera de los casos, la lucha permanente, cuando desemboca en la derrota, lleva al quiebre y la destrucción total en lugar de a pérdidas parciales. El ejercicio del poder como una guerra permanente destruye pero, también, se destruye más rápidamente.