COLUMNISTAS
Estrategia oficial

Giro a ningún lado

<p>Con las medidas económicas o el caso Milani, el Gobierno no convence a críticos ni a propios.</p>

Saludo uno César Milani
| PABLO TEMES

Tras la derrota de octubre la Presidente y su círculo íntimo imaginaron un giro que les diera aire para llegar a 2015 a mínimo costo: poner al frente del día a día a funcionarios dispuestos a aplicar un mal disimulado ajuste salarial y de subsidios, atraer al menos algunos inversores y tomar algo de deuda, ganando tiempo para que un ajuste mayor y más costoso no se desate antes de las presidenciales. Si el verano alcanzaba para que las malas noticias pasaran desapercibidas y la economía empezara a andar un poco mejor, esos funcionarios podrían seguir en sus cargos y hasta aspirar a ser candidatos. Si las cosas no salían bien ellos servirían de fusible y, en cualquier caso, le permitirían a Cristina flotar sobre los problemas, reservarse el rol de bastonera de la felicidad popular y preservar su imagen pública.

El festejo por los 30 años de democracia fue la última escena de una secuencia diseñada para dar sustento a ese plan. Que cuando llegó el momento de representarla, era cantado que produciría efectos contrarios a los esperados: el clima había cambiado drásticamente con las protestas policiales y los saqueos. Y, cortes de luz mediante, siguió agravándose pese a que el Gobierno insistió en no tener nada que ver con esos problemas, ni con ningún otro.

¿Qué le queda entonces a Cristina por hacer? Para empezar, tiene que decidir si le conviene mantenerse en segundo plano, a riesgo de que su gobierno siga dando la impresión de no tener la cabeza donde debe y estar perdiendo el pulso de los acontecimientos; o bien retomar un rol más activo, y pagar un costo mayor por los conflictos y las malas noticias que ya no pueda evitar.

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Aunque bien vistas las cosas tal vez la misma idea de que puede elegir aluda más a una ilusión que a una facultad a su alcance. Cristina ya viene pagando costos por más que busque refugio detrás de Capitanich y cía. Según varias encuestas, tras un año más o menos estable y cierta recuperación en los meses posteriores a las legislativas, su imagen volvió a caer, pues el grueso de la población la responsabiliza tanto por la reciente crisis como por los problemas económicos. Pocos creen que realmente haya delegado el poder, y demasiado pronto se disipó la ilusión de un gabinete activo y coordinado. A la primera dificultad, se la vio demasiado distraída para manejar los hilos de sus marionetas, mientras la expectativa de que éstas cobraran vida propia y se las arreglaran solas se evaporaba.

Por de pronto, además de celebrar el ascenso de Milani, de quien espera provenga la asistencia logística y de inteligencia que se requiere para controlar la protesta social, sería bueno que se aboque a controlar también el descalabro económico que la viene alimentando.

Las cosas en ese terreno estaban ya atadas con alambre antes de que los sueldos policiales se dispararan y la idea de ponerle un techo de 18-20% a las paritarias volara por el aire. Se le agrega ahora el salto de la inflación de un piso mensual de 2 a 2.5%, y los obstáculos hallados una vez más para reducir subsidios. Todo mientras decanta el reemplazo del ineficaz pero amenazador Moreno por adolescentes que no parecen ser más eficaces y distan de resultar amenazadores, y encima insisten en un congelamiento pactado con supermercadistas que sólo coinciden con el Gobierno en que ellos tampoco quieren quedar como los malos de la película.

El problema es, convengamos, complicado, pues cualquier paso en una dirección complica otro montón de asuntos. Si el Gobierno insiste en hacer buena letra con el FMI y lanzar su nuevo índice de precios deberá volver a mentir para que los gremios no le reclamen aumentos aún mayores. A menos que el lanzamiento del índice se haga coincidir con un congelamiento más serio que el recién anunciado y una igualmente drástica baja del gasto. Que requeriría de un recorte de subsidios mucho más amplio que el que se volvió a demorar debido a los saqueos. Recorte que, por otro lado, implicaría un salto en la inflación. Que también está siendo alimentada por la aceleración del ritmo de devaluación, imprescindible si se pretende que las reservas no sigan desangrándose y se recupere algo de superávit externo. Aunque si algo de esto se lograra, sería a costa de cerrar una vía por la cual los pesos sobrantes salen de circulación, por lo cual la inflación hallaría otro motivo para empinarse. Finalmente, de hallar la forma de lidiar con todo esto, sería apenas para que la economía crezca un pobre 2%. De allí que muchos en el Gobierno se pregunten si no hubiera sido mejor dejar las cosas como estaban y apretar los dientes hasta el final. Al menos el Gobierno en su rigidez y terquedad hubiera inspirado más certidumbre que con este tardío y equívoco giro correctivo, que ni convence a los críticos ni enamora a los fieles.

Para colmo, a los temores por el desborde de la protesta social y a los originados en la escalada inflacionaria se sumó un capítulo más de la interminable saga de despropósitos que vinculan a Lázaro Báez con la fortuna presidencial. Báez, a esta altura ya todo un elefante en el bazar de la corrupción, ¿pudo ser tan torpe de firmar facturas por 14 millones de pesos a hoteles de los Kirchner y sentarse a rezar para que no llegaran a la prensa? La única disculpa para su torpeza es que fue hija de una torpeza anterior y más grave de sus jefes: ¿creyeron los Kirchner que podían usar sus hoteles para canalizar retornos por los negocios concedidos a tantos empresarios amigos y nadie se iba a enterar? Como le sucede a Walter White con su lavaautos en el final de Breaking Bad, no hay mayor evidencia del omnipotente desajuste entre el mal apenas oculto y la apariencia de normalidad familiar con que un mafioso en retirada se desespera por asegurar su futuro y el de su clan, que lo burdo del instrumento que utiliza para administrar el tráfico entre ambos mundos.

El populismo kirchnerista ha probado ser un monstruo con pies de barro y cabeza de chorlito. Lo que no deja de ser una suerte: su capacidad de daño tiende a disminuir aceleradamente y sus planes más destructivos a naufragar en un mar de errores y enredos. ¡Si hasta Capitanich está hoy más cerca de buscar un arreglo con Scioli que lo salve del papelón, que de tratar de conciliar sus planes con los de Zannini, Máximo y la propia Cristina!