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Gravedad y levedad

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Llego tarde a los Oscar y ya ni me entero de qué películas están nominadas. Hago memoria. ¿Cuándo empezó este desinterés sistemático que profeso por el cine industrial, que otrora tanto me divirtiera? ¿Habrá empezado cuando el cine norteamericano “responsable” empezó a traducir sus conflictos reales en fábulas rechonchas y de peluquería? Si hasta el género fantástico viene devaluado. En la cola del Hombre Araña, el villano amenaza con someternos a vivir en un mundo sin electricidad. Lo dicen como si se tratara de la undécima peste de Egipto, de una triquiñuela mefistofélica. Después de los cortes de luz sin responsables, de los mil reclamos, de que Edesur me quemara los fusibles de su propio medidor sellado por mil lacres para dejarme sin luz desde hace meses, la pálida fantasía arácnida no me da risa, ni miedo. Apenas es un post-it que me reitera mi propia indignación. ¿De qué cine de evasión me están hablando? Querido Spider: ¡ya vivimos sin electricidad! ¡Cuéntennos otra! Así y todo, aprovecho para ver Gravedad en 3D porque me aseguran que vale la pena verla con anteojitos. Es cierto. Una película camuflada de Oscar, pero con un conflicto –digamos– beckettiano. Veo a ese astronauta suspendido que no tiene combustible y a esa otra aferrada pero que no tiene oxígeno y no puedo dejar de pensar en Clov y Hamm, que el bueno de Beckett concibió en Final de partida hace cien años. Uno no puede ponerse de pie, el otro no puede sentarse, entre los dos no hacen uno y la gravedad parece ser un tema clásico del que se habla poco y nada, quizá porque suele estar siempre. Salvo cuando no está. Como la electricidad.