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Guerra eterna

Lola Arias no solo logró reestrenar esta semana su obra Campo minado en el sitio central que se merece, el San Martín, sino que además trajo la película Teatro de guerra, suerte de transcripción al cine, simultánea pero libérrima.

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Lola Arias no solo logró reestrenar esta semana su obra Campo minado en el sitio central que se merece, el San Martín, sino que además trajo la película Teatro de guerra, suerte de transcripción al cine, simultánea pero libérrima. Ambos objetos son diferentes aunque el tema y sus protagonistas sean los mismos. Lola construyó estas piezas explosivas a partir de la convivencia, la fricción, el malentendido, la amistad y el pavor de tres veteranos de Malvinas con tres veteranos de Falklands. Argentinos e ingleses son enfrentados con una versión opuesta y simétrica de la mayor experiencia traumática que les ha tocado vivir en este planeta. En el material –lo describí alguna vez– late un pulso de dimensiones mitológicas.

La película magnetizó en el Bafici. ¿Por qué ordenar el material en dos lenguajes diferentes, cine y teatro? Lola parece explicitar con espíritu tarkovskiano que filmar es siempre esculpir en el tiempo. Como un recuento poético de confesiones, errores, castings, strippers, omisiones, el montaje está lejos de encajar en el rubro documental; es más bien una performance donde el tiempo es el protagonista.

Una operación ejemplar hecha de tiempo: estos veteranos, envejecidos sobre una herida abierta, escenifican una situación real ocurrida en la trinchera. Primero muestran cómo fue y cómo se representa, y luego dejan sus lugares a seis actores jóvenes que los imitan, los reemplazan, los desplazan, los liberan. Solo para tomar distancia y ver la escena en la que ellos ya no están. Yo ya lo decidí: esta última secuencia me rondará toda la vida.

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