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Harry golpea de nuevo

Clint Eastwood se acerca a los ochenta años y a las treinta películas como director. Como tal, fue el que más acompañó mi vida de cinéfilo. Nunca fue un encantador de masas como Spielberg ni un espejo en el que mirarnos como Woody Allen, sino más bien una contraseña: nadie al que le guste verdaderamente el cine puede ignorar a Eastwood.

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Clint Eastwood se acerca a los ochenta años y a las treinta películas como director. Como tal, fue el que más acompañó mi vida de cinéfilo. Nunca fue un encantador de masas como Spielberg ni un espejo en el que mirarnos como Woody Allen, sino más bien una contraseña: nadie al que le guste verdaderamente el cine puede ignorar a Eastwood. En ese sentido, los críticos franceses demostraron una vez más su perspicacia y lo distinguieron como un auteur mucho antes de que lo reconocieran sus compatriotas.

Para ubicarlo en la tradición del cine americano, se podría decir que Eastwood representa la fusión de dos personajes complementarios: John Wayne y John Ford. Es posible que no haya alcanzado la grandeza de uno como actor ni la del otro como director, pero no hay duda de que llegó a ser un ícono en la primera de esas profesiones y un artista en la segunda. Hace mucho, asistimos a la transformación del cowboy lacónico de la olvidada serie Cuero crudo y los westerns de Sergio Leone en el detective Harry Callaghan, blanco favorito de las iras políticamente correctas que siguen lapidando a Wayne. Pero así como Ford dijo de Wayne que ignoraba que “el desgraciado supiera actuar”, nosotros ignorábamos que Eastwood supiera dirigir. Pero ya en su primera película (la notable Play Misty for Me, 1971) había demostrado un talento maduro, un mundo propio y una identidad como cineasta que sería permanente.

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A la distancia, hoy vemos claro que John Ford estaba muy lejos de ser un reaccionario y que sus ideas eran más bien las de un liberal benjaminiano, un progresista preocupado por los daños que la civilización le infringe al mundo. Con Eastwood, esa evaluación es más difícil. Mientras Ford era demócrata, Eastwood es aparentemente republicano; mientras Ford era complejo, Eastwood es ambiguo; mientras Ford era un intelectual a escondidas, Eastwood es un… un desgraciado que nunca hizo una declaración que sirviera para saber qué piensa del mundo. Quedan, por supuesto, las películas para averiguarlo. Pero no es tan fácil. Una consecuencia de esa dificultad es la actitud de una parte cada vez más extendida de la crítica ante sus últimas películas. Hay una tendencia a calificarlas con palabras como “gagá”. Eso ocurrió hace un par de años con la inesperada pareja de filmes sobre la batalla de Iwo Jima. Hubo una tendencia a elogiar el más previsible y a desdeñar al más innovador de los dos, pero sobre todo a ignorar que entre ambos expresaban una de las reflexiones más lúcidas sobre el cine contemporáneo.

Algo parecido ocurre con el par de películas que la vitalidad de Eastwood entregó durante 2008: la recién estrenada El sustituto y la inminente Gran Torino. La primera fue rechazada en todas partes, mientras que la segunda ha obtenido elogios más bien tibios. Son obras muy distintas y la primera deja todos los flancos vulnerables a las convenciones críticas. Sin embargo, ambas son extraordinarias y revelan en Eastwood una depuración y una concentración absoluta en lo que tiene toda la apariencia de ser un testamento. Como si volviéramos a Intolerancia, de Griffith, las dos películas son profundamente maniqueas. Hablan de una batalla irreductible y sin tibiezas entre el bien y el mal. En la primera, ubicada en los años 20 en Los Angeles, el mal está encarnado, ante todo, en una policía corrupta y de gatillo fácil. En la segunda, en una banda de pandilleros juveniles. Pero en oposición al demonio y sus múltiples manifestaciones, Eastwood construye su propia iglesia, una religión abstracta y universal en donde las creencias de cada culto (desde los ritos de la etnia hmong hasta la lucha por la justicia) son instancias particulares. Es una visión moral inaceptable para el cinismo que informa nuestros reflejos frente al arte. Y, sobre todo, es la obra de alguien que le sigue teniendo mucho menos miedo al ridículo que sus críticos.