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Historia de dos ciudades

El progreso material y moral que trajo consigo la Ilustración es evidente. Pero los líderes de hoy no parecen capaces de enfrentar su legado negativo.

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Pretexto. La administración Trump atribuye al auge económico de China todos sus males. | cedoc perfil

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Con estas memorables líneas da comienzo una de las novelas más famosas de la literatura universal: Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.
El clásico de Dickens está ambientado en las ciudades de Londres y París durante la época de la Revolución Francesa. Dickens aborrecía la injusticia social que se derivaba del Ancien Régime absolutista, pero al mismo tiempo condenó los excesos de los revolucionarios franceses. Casi dos siglos más tarde, al antiguo premier chino Zhou Enlai se le preguntó su opinión acerca de la Revolución Francesa, a lo que contestó que era “demasiado pronto para valorarla”. Aunque esta legendaria respuesta fuese tal vez fruto de un malentendido: voluntaria o involuntariamente, Zhou hizo un exquisito homenaje a la ambivalencia con la que Dickens retrató a la Francia revolucionaria.
Como es bien sabido, muchos de los ideales asociados a la Ilustración inspiraron a los partidarios del derrocamiento de Luis XVI; unos ideales que, previamente, ya habían impulsado la revolución americana. En paralelo, se estaba produciendo otra revolución de enorme trascendencia histórica, también íntimamente ligada a los valores ilustrados: la Revolución Industrial. La proliferación de regímenes políticos más liberales se combinó con la oleada de avances científicos y tecnológicos para inaugurar el período más próspero de la historia de la humanidad, del que somos beneficiarios.
El economista Angus Maddison estimó que, entre el año 1 d.C. y el 1820, el producto bruto interno per cápita a nivel mundial no llegó siquiera a duplicarse, mientras que entre 1820 y 2008 se multiplicó por más de diez. Este espectacular aumento del PBI per cápita ha ido acompañado de mejoras igualmente extraordinarias en multitud de indicadores socioeconómicos, incluyendo la esperanza de vida, que al día de hoy se sitúa globalmente en torno a los 73 años. Recordemos que hace tan solo dos siglos la esperanza de vida no superaba los 31 años.
Por aquel entonces, la teoría microbiana de la enfermedad aún no había sido aceptada por la comunidad científica, y era ortodoxo afirmar que el olor a carne de ternera causaba obesidad. Hoy ese tipo de creencias nos parecen grotescas. La ciencia ha progresado a un ritmo trepidante, al punto de que hoy no solo leemos el genoma humano, sino que estamos aprendiendo a editarlo y a escribirlo.  
En estos y otros muchos logros se ampara Steven Pinker, profesor de Psicología en Harvard, para proclamar que “la Ilustración está funcionando”. Pinker considera además que ha habido un notable progreso moral en los últimos siglos, con avances que van mucho más allá de los que reflejan la mayoría de variables macroeconómicas. Según Pinker, estos avances incluyen unos derechos individuales y colectivos que vienen expandiéndose (tanto en términos sustantivos como en términos geográficos), así como una reducción generalizada de la violencia.
La magnitud de los múltiples éxitos que hemos cosechado tiende a infravalorarse. Esto se debe a un sesgo cognitivo que nos hace recordar con gran nitidez las catástrofes y demás contratiempos que nos siguen afectando, y elevar estas excepciones a la categoría de norma. Este sesgo cognitivo es perjudicial para nuestra toma de decisiones, pero también sería perjudicial caer en una excesiva complacencia. Es evidente que no nos faltan motivos para la inquietud; de hecho, muchos de ellos pueden calificarse como efectos secundarios de la propia Ilustración.
Tal como describe el economista Angus Deaton en El gran escape, empezar a huir de las privaciones, las hambrunas y las muertes prematuras ha comportado que algunos Estados y grupos sociales encabecen la marcha, dejando a otros atrás. Afortunadamente, la desigualdad global parece haberse reducido gracias en parte a la integración de nuevos países –en especial China– en los flujos económicos transnacionales. Sin embargo, numerosos estudios alegan que la desigualdad dentro de los países va al alza. Amplios sectores de sociedades como la estadounidense se están viendo excluidos del acceso a los últimos tratamientos médicos, e incluso nuestros sistemas democráticos se están erosionando.
El concepto de “los perdedores de la globalización” ha dado fuelle a movimientos de corte populista; claro ejemplo de ello es la presidencia de Donald Trump. Pero el caso es que muchas de las políticas de Trump –como las rebajas impositivas para las grandes fortunas– están llamadas a perpetuar los privilegios de las elites económicas. Al parecer, la administración Trump pretende disimular sus contradicciones presentando el auge de China como origen de todos los males económicos de Estados Unidos. El America first socava la cooperación global y da rienda suelta al miedo a lo ajeno, expresado a través del nacionalismo, una de las herencias más duraderas y potencialmente perniciosas de las revoluciones sociales de finales del siglo XVIII.
Asimismo, el progreso científico-técnico que se derivó de la Ilustración ha revelado su faceta más oscura. Por ejemplo, las teorías de Einstein y el descubrimiento de la fisión en 1938 permitieron la generación de electricidad mediante energía nuclear, pero desembocaron también en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, así como en los desastres de Chernobyl y Fukushima. Otros ámbitos plagados de riesgos son el de la ingeniería financiera, como demostró la crisis de 2008, y el cibernético, sobre todo en cuanto a la posible vulnerabilidad de infraestructuras estratégicas.
Todos estos peligros se añaden a la que quizá sea la mayor amenaza para la humanidad: el cambio climático. La peculiaridad de esta amenaza es que, al menos hasta ahora, no se ha manifestado como un único choque repentino sino como un fenómeno acumulativo, que en su conjunto tal vez aún estemos a tiempo de frenar. Una de nuestras grandes esperanzas es que, del mismo modo que los avances tecnológicos nos metieron en este atolladero, tales avances nos ayuden a salir de él. El racionalismo científico tiene la virtud de proporcionarnos herramientas para remediar sus propios desmanes. Lo que resulta bastante menos prometedor es la actual ausencia de un liderazgo mundial convincente que sepa sacar el máximo partido a estas herramientas, apostando por una gestión colectiva y responsable de nuestros problemas transfronterizos. Sin este liderazgo será complicado dar una respuesta optimista al dilema que planteó Dickens: ¿estamos en el mejor de los tiempos, o en el peor de los tiempos?n

*Ex canciller de España y secretario general de la OTAN.  Copyright Project-Syndicate.