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Historia en un bar

El día en que se jugaba el partido de dobles de la final de la Copa Davis, estaba yo en un bar (dónde, si no).

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El día en que se jugaba el partido de dobles de la final de la Copa Davis, estaba yo en un bar (dónde, si no). En el amplio televisor que coronaba la pared principal habían puesto el partido y los parroquianos lo seguíamos algo atentos, algo desatentos (entrenados en una longitud temporal de noventa minutos de duración, no nos era fácil sostener la extensión de la pasión deportiva del tenis).

En eso estábamos cuando entró un cliente y se arrimó a la barra. “¿Cómo van los chicos?”, consultó, con el tono cordial pero displicente del jefe que se interesa por el desempeño de sus empleados. No bien le informaron que iban perdiendo, meneó la cabeza y arrugó la boca. Señalando apenas al compañero de Juan Martín del Potro, el hombre dictaminó: “A éste, Pampita ya lo tiene exprimido”. Dicho eso, se dio vuelta y enfiló hacia la salida.

Para cuando me di cuenta de que había confundido a Pico Mónaco (que es, en efecto, el novio de Pampita, pero que no es el que estaba jugando con Del Potro) con Leonardo Mayer (que es el que estaba jugando con Del Potro, pero no es el novio de Pampita), el tipo ya estaba pisando la vereda. Mi primer impulso fue ir detrás de él, darle alcance y aclararle que se había equivocado; que, un poco por precipitación y otro poco por suficiencia, había dicho un disparate. ¿Qué era lo que me proponía: corregirlo, invitarlo a retractarse, o simplemente impedir que se fuera nomás así, tan satisfecho consigo mismo, tan sin idea de su dislate?

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Pero justo en ese momento, mi mirada se cruzó con la del mozo. Y el mozo se encogió de hombros y se rió, haciendo un gesto somero hacia el tipo que estaba afuera. Me estaba dando una lección: una lección de prescindencia, de no perder el tiempo con necios. Me decidí a aprovecharla. Es cierto que este texto que ahora escribo parece indicar lo contrario; pero en un renglón ya lo termino. Es más: ya lo terminé.