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Hocker

Cuando pasábamos por su casa me la imaginaba espiándonos entre las enredaderas que separaban el terreno de la calle.Ahora en su casa, en vez de enredaderas, hay cañas.

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Cuando pasábamos por su casa me la imaginaba espiándonos entre las enredaderas que separaban el terreno de la calle. | toledo

En la caja de la camioneta vamos mis dos sobrinos varones de 10 y 12 años, los dos perros –uno de mi madre, la otra de mi padre–, y yo. Vamos por un camino vecinal y el polvo nos envuelve. Son muchas semanas sin llover. A los costados, los campos plagados de soja. Qué fea que es la planta de soja. Verde seco. Como si ya su apariencia denunciara su veneno. Mis sobrinos van mirando y hablando cosas de chicos que yo no entiendo: jueguitos del celular, cantantes de trap (¿qué es el trap?), youtubers… no conocen los campos que conocí yo en mi infancia: las parcelas amarillas de la alfalfa y el girasol, el rojo vibrante del sorgo, el lino azul como agua derramada. No podrían imaginarse que la tierra antes era así, en cuadrículas coloridas. Solo sabrán del campo el verde aburrido, uniforme, sombrío, de las plantaciones de soja. Hace mucho calor aunque técnicamente estamos en otoño. Es Viernes Santo. Comimos pescado de río. Mi mamá sigue la tradición de no comer carne todos los viernes de cuaresma. Supongo que es más costumbre que religiosidad.Cuando era chica también anduve estos caminos. Veníamos a Hocker en el camión de José Bertoni, el tío de mi madre. Uno de sus tantos tíos solterones; el único que tenía un vehículo. A la entrada del pueblo había una casa de dos plantas, la única casa de dos plantas, ahora devenida posada. José Bertoni decía que allí vivía una que había sido su novia. La Gorda, le decía, aunque no era gorda, aclaraba enseguida. Capaz de chica era y le había quedado el sobrenombre. No me podía imaginar a José Bertoni noviando. Desde que tenía memoria, una prostituta lo visitaba en su casa, cada semana. La Chola, una mujer flaca, con varios hijos. Antes o después de pasar una hora encerrados en el cuarto, tomaban mate en el patio mientras nosotros jugábamos por ahí con los hijos de ella. Pero La Gorda era un misterio para mí. Cómo sería esa mujer que vivía con su hermana y que debía ser por lo menos rica para tener una casa de dos pisos, tan hermosa como esa. ¿Por qué se habían separado? José Bertoni decía que porque ella quería casarse y él no, para qué si, así como estaban, estaban bien. Igual La Gorda no se había casado con él ni con ningún otro. Cuando pasábamos por su casa en el camión, me la imaginaba espiándonos entre las enredaderas que separaban el terreno de la calle. Ahora en su casa, en vez de enredaderas, hay cañas. En el césped, algunas reposeras de lona donde algún fin de semana se estiran mujeres en bikini. Me imagino a las antiguas habitantes de la casa, espectrales atrás de las ventanas de la planta alta, mirando escandalizadas a esas muchachas semidesnudas asoleándose en su jardín. Excepto por la posada y algunos carteles que invitan al turismo rural, el pueblo casi no ha cambiado. En aquellos tiempos, cuando veníamos con José Bertoni, además de ir al arroyo Mármol, era obligatoria la visita a un pedazo de terreno que pertenecía a la familia. Un baldío lleno de yuyos cerca de la capilla. Hace unos años mi mamá recuperó ese lote y arriba construyó un rancho de adobe. Lo levantaron con mi padre, los dos solos. Se parece a los ranchos donde se criaron ellos cuando eran niños. José Bertoni se hubiera reído de la ocurrencia. El levantó dos casas, pero de ladrillo. Le hubiera resultado una extravagancia bastante grosera hacer un rancho en esta época. Me acuerdo de su risa como si la oyera: le salía por un costado de la boca, hacía un ruido parecido al de los silbatos que usan los cazadores para atraer a los patos.