COLUMNISTAS
el futbol de verano y la deformacion del juego

Honrar las patadas

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Todos los equipos de las principales ligas de fútbol del planeta tienen su pretemporada. Y sus amistosos de pretemporada.
Napoli, en tiempos de Maradona, solía compensar la solidaridad del pueblo que los albergaba durante el período de preparación con un partido ante un equipo razonablemente conformado por jugadores titulares. De aquellos días quedan registros audiovisuales de alguna de las más hermosas combinaciones entre Diego y Daniel Bertoni. Maradona y Bertoni juntos en la misma cancha jugando contra la Juve Stabia: mucho más que lo que, sin ningún tipo de escrúpulo y un degradante falso federalismo, se le vende al pueblo de ciudades del Interior con equipos que de Boca o de River tienen, apenas, la camiseta.
Allá lejos y hace tiempo, para un equipo argentino jugar las copas de verano en España era, fundamentalmente, señal de prestigio. Las copas Joan Gamper (Barcelona), Santiago Bernabéu (Madrid), Ramón Carranza (Cádiz), Trofeo Naranja (Valencia) o Teresa Herrera (La Coruña) han sido mojones destacados para varios de nuestros clubes. A principios de los ’60, Boca se dio el gusto de jugar contra Real Madrid el torneo Mohammed V, en Casablanca.
Otras épocas.
Cuando a fines de los ’80, Julio Grondona anunció la realización de dos torneos por año siguiendo el esquema del calendario europeo –arrancar el agosto y terminar en mayo/junio, uno de los argumentos con los que se quiso justificar el absurdo fue que, de tal manera, se facilitaría la participación de nuestros principales equipos en aquellos certámenes. Usted, hincha de algún equipo, sabrá hacer memoria y casi no encontrará presencias argentinas en esos torneos durante los últimos 25 años.
Ya más cerca de la fecha del comienzo oficial de los certámenes, los italianos encontraron hace rato una receta para sacudir la modorra de los hinchas y juntar unos buenos euros llenando tribunas alrededor de unos torneos relámpago con formato de tres tiempos de 45 minutos. Valga el ejemplo para aquellos que no tengan registro al respecto. Se juntan Milan, Inter y Juventus y, durante una misma jornada, juegan partidos de 45 minutos por equipo. De ahí sale un ganador, todos juegan 90 minutos y la muchachada contenta. El ejemplo no es casual. Efectivamente, en muchos lugares del mundo se juegan partidos clásicos fuera de los calendarios formales. Es normal. Es necesario. Y nadie le baja los dientes al otro porque tiene asuntos pendientes de un partido jugado por la Intertoto del ’73.
No hace falta seguir enumerando ni formatos ni historiales para confirmar que en todo el primer mundo futbolero se juegan partidos como los que, afortunadamente, acaban de terminar de disputarse en la Argentina.
Es más. En línea con la infinita mejor organización de calendarios europeos y de la utilización que los planteles les dan a sus procesos de preparación, los conjuntos más poderosos de Europa les dedican aun más empeño a esos partidos que en casa. Pasó con Chelsea en la temporada anterior, que jugó diez amistosos en menos de un mes. Y jugó tanto con el humilde Wycombe Wanderers como con el Werder Bremen. No tanto con Real Madrid, que en ese mismo período jugó cinco partidos, más o menos lo que le toca a River o a Boca cada verano. Eso sí, Real jugó sucesivamente contra Internazionale, Roma, Manchester United, Fiorentina y Milan. Casi una Champions League.
Por encima del prestigio de los rivales, de los resultados y hasta de la cantidad de partidos, aquí lo que talla es la interpretación que se le da casi exclusivamente en la Argentina a estos partidos de entrecasa.
Lo único admisible de lo que acabamos de soportar –no hace falta que hable ni de Boca, ni de River, ni de Gimnasia, ni de Estudiantes; todos sabemos a lo que me refiero– es que no nos tomó por sorpresa. Esperar que los protagonistas y quienes los conducen tomen recaudos, reflexionen y comprendan lo que representan como referentes de multitudes es ir decididamente contra la corriente. En la Argentina hemos hecho un culto del absurdo futbolero. Y en vez de exigirle al equipo que mejore su rendimiento, juegue bien y gane, exigimos a esos muchachos que pierden los clásicos que, por lo menos, revienten a patadas a los rivales.
Si uno realmente creyera que la que millones vimos a través de la tele es la auténtica reacción ante la adversidad y la tensión de gente grande como Daniel Díaz, Leonardo Pisculichi, Mariano Andújar o Alvaro Pereira, nadie se animaría a caminar por la misma vereda que ellos. No fueron sólo ellos cuatro. Y los excesos tampoco fueron sólo de sus equipos ni sólo de este verano. Hace rato que venimos escondiendo la basura bajo la alfombra. Sin embargo, no deja de ser encantador que, horas después de patearle la cabeza a Facundo Oreja, el uruguayo Pereira se haya ido a jugar a préstamo a España. En los ’60 se hablaba del “toco y me voy” de Luis Pentrelli. Hoy podemos hablar del “pego y me voy”.
De verdad, por haber tratado al menos en entrevistas a tres de los cuatro mencionados y a la mayoría del resto de los involucrados, no tengo el menor registro de que sean de naturaleza violenta. De tal modo, empiezo a sospechar que esta deformación del juego que, paradójicamente, producen aquellos que mejor juegan –comparados con nosotros los mortales, quiero decir– tiene más que ver con una crisis de representatividad que con su esencia de deportistas de alta competencia.
Cada vez tengo más firme la sensación de que muchos de estos escándalos tienen que ver con “defender los trapos”, con honrar a las patadas y a los puñetazos aquello que no conseguimos distinguir pateando una pelota. “Ya que no le puedo ganar al vecino, al menos le regalo a mis hinchas defender los colores bajando un par de dientes”.
Y cuando esos escándalos se producen, la reacción en las tribunas es mucho más de excitación que de repudio. Y los videos subidos a Youtube que tienen cientos de miles de vistas no parecieran estar generando cadenas de indignados por el daño terminal que se le sigue haciendo al juego que más nos gusta. Intuyo que la popularidad pasa más por el morbo que por el análisis. Ya sabemos. Usain Bolt podrá correr los 100 metros en 5 segundos, pero jamás llegará a ciertos programas de televisión si no se le desgarra la calza en el intento y deja los genitales a la intemperie.
No sin razón, el querido Diego Latorre hizo referencia a que los episodios del River-Boca de Mar del Plata remitían a aquella primera semifinal de la Sudamericana. Es cierto. Hay futbolistas que siguen enojados con sus rivales por una saga adversa que comenzó en aquel espantoso partido de la Bombonera, en la que, seguramente, Leo Ponzio y Vangioni merecieron dejar la cancha expulsados durante el primer tiempo. Ahora bien. ¿Tan poco fútbol tenemos para dar que casi un año y medio después lo único que nos queda para curar las heridas es seguir jugando al barra brava dentro de la cancha?
El camino más corto hasta el lugar común es cuestionarles la falta de profesionalismo y recordarles que son ejemplos para muchos pibes. Y que representan camisetas entrañables. Personalmente, empiezo a descreer que muchos de ellos sean capaces de jugar mejor de lo que lo hacen esos partidos clásicos, tan sensibles, tan especiales, tan tensos. Esos partidos en los que tan fácilmente trascendieron Maradona, Riquelme, Palermo, Alonso, Francescoli o Labruna. Y no justamente porque se dedicaran a resolver con violencia lo que no pudieron elaborar con talento.
Preguntarse para qué sirven estos partidos de verano corre por cuenta de cada uno de ustedes. En mi caso, me invento un desgaste profesional que realmente no tengo para impostar desinterés. Los partidos de verano no pasan por la tele de mi casa. No los considero necesarios.
Está demostrado que no los necesitan los jugadores, que se preocupan más por pelearse que por afianzar la presunta idea que les van queriendo instalar.
Y está demostrado que, futbolísticamente, tampoco los necesitan los hinchas. Menos aún aquellos que se gastan la guita de esa noche en medio de sus vacaciones llegando a la costa desde los lugares más entrañables del país y que, tal vez, aún no se hayan dado cuenta de que, en cuanto al juego mismo, el asunto se parece a una gran estafa.
Al fin y al cabo, no es casual que un partido en el Minella, ver la obra de Corona y sacarse una foto con los lobos marinos figuren en el mismo programa de actividades.