COLUMNISTAS
MESA DE SALDOS

Hoy: ‘La pasión según G.H.’

default
default | Cedoc

La literatura de Clarice Lispector (1920-1977) capta con sus tremendas antenas interiores la desgracia del desarraigo, que en su caso es doble. El primero es geográfico e incomparablemente violento, y se puede describir como la aventura de una ucraniana de Techtchelnik a la que le “toca” mudarse a Recife.
¿Una ucraniana en Recife? Tiembla el concepto de adaptación. En cambio, el segundo desarraigo es social, sobrealimenta la introspección y consolida el carácter de Lispector como una pieza resistente al
ambiente en que se lleva a cabo el teatro de la felicidad.

Entre el desarraigo geográfico, que es horizontal (se va hacia otro horizonte), y el social, que es vertical (uno cae dentro de sí mismo como en el pozo de Alicia), Lispector bucea por la vida cotidiana del lado  de adentro, percibiendo sus monstruosidades, sobre todo las microscópicas, que son las que el ojo humano no ve.

El primer resultado de esos choques define con precocidad la posición narrativa de Lispector, ya presente en Cerca del corazón salvaje (1943), su primera novela. Ya sabe de qué va a hablar: va a hablar de ella. Y sabe cómo: como si no supiera. Las maniobras autobiográficas de Lispector son un inventario de percepciones respecto de los cuales el lenguaje es incluso menos expresivo que el silencio. Sin la ironía de Beckett –otro expresionista de la nada–, Lispector es más bien una alumna avanzada de Wittgenstein que le da al lenguaje el lugar que se merece, y que es el del objeto sospechoso e inútil.

Después de su debut, el otro salto hacia arriba de Lispector fue en 1964, cuando publicó La pasión según G.H. Allí, la introspección, el hablar para sí y el pensamiento atado con varias vueltas de soga alrededor del sentimiento le dan a la marca Lispector un refuerzo extraordinario de contenido. Si decimos que la protagonista (además de la narradora, mareada por su sobredosis de fenomenología) es una cucaracha, no faltará el coro que salte al grito de ¡Kafka! Pues, nada que ver. La cucaracha de G.H. despide en su agonía una “viscosidad blanca” que es, al mismo tiempo, una materia vital y fúnebre. No  es una representación insectológica del hombre en clave de absurdo, sino la reaparición concreta (en el
lugar en el que siempre ocurren la cosas: el pensamiento) de un insecto poderoso que reina sobre este
mundo desde hace 350 millones de años. Es un poder frente al que G.H. reconoce su insignificancia
y su pertenencia al lodo donde se mezclan la existencia y la nada.

Todo viaje interior es un poco terrorífico. Nadie sabe qué fantasmas habrán de agitarse en ese descenso. Eso es de manual, pero Lispector duplica el terror controlado con la decisión de no moverse. No  moverse para ver, sentir y extraer algo de las profundidades es el método que encuentra para combatir el gran problema de la humanidad, que es el de no entender nada.

Se dice que La pasión según G.H. es una novela porque es difícil decir de algo que no lo es. Pero  quizás haya algo más amplio todavía que el concepto de novela: el concepto de experiencia (y el de  experimento). En su laboratorio mental Lispector ensaya fórmulas desesperadas que puedan “traducir” el sentido que la quema por dentro.