Acabo de aterrizar en Buenos Aires. A guisa de escenificación berreta de un mundo subjetivo, Ezeiza
me recibe llena de humo. Me dicen que es mezcla de pastizal quemado con niebla de viejo estilo.
¿Qué demonios quemaron? La explicación no termina de cuajar, pero alcanza para entender de golpe lo
que de todos modos uno ya entendía en su fuero interno antes de aterrizar: estoy en casa.
Hacía muchísimo que no iba a Francia. Me hubiera gustado escribirles del caos parisino con la
llegada de la antorcha olímpica, pero la verdad es que el asunto me importa bastante poco, salvo
por la remota cuestión tibetana. La fabulilla que circula en París es la de aquella vieja antorcha
que en la Grecia clásica era capaz de pausar las guerras durante los Juegos Olímpicos, hasta que
después de un poco de arco y canotaje se volvían a reventar unos a otros. Mal mirado, hoy esto
parece una ironía espinosa, y el operativo de seguridad en las calles de París me recuerda que ese
mismo mundo sigue en guerra, y que los símbolos –lejos de simplificarse en iconografías
dóciles– aumentan su brillo alucinado y encandilan si se los mira de frente.
Miro para otra parte. Lamento no poder aportar datos sustanciales de la visita oficial de
Cristina a París. No nos cruzamos para nada. Se ve que ambos anduvimos muy ocupados. Pregunté a
algunos amigos, pero nadie sabía muy bien de ninguna visita, como no ser la de Carla Bruni a
Londres, donde sedujo y conquistó a fuerza de encanto y zapatos carísimos. No puedo evitar
solidarizarme con algo del problema actual de los franceses: se están haciendo cargo abruptamente
de su propio presidente; y la cosa huele mucho a los años desbordados y mozuelos de Menem.
Zapatos aparte, la Francia del menemismo es así: Sarkozy ha prometido reducir la tasa de
extranjeros ilegales (a unos 10.000 por año), y la persecución es cuerpo a cuerpo. Miren lo que vi
en Rennes: en el intervalo de mi obra, un grupo de activistas se subió diplomáticamente y por
asalto al escenario, y explicaron que esa misma noche una familia de trabajadores rusos, con cuatro
niños incluidos, había sido expulsada de su domicilio por la Policía. Parece que esto está
“prohibido” en el invierno, por razones humanitarias, pero como técnicamente es
primavera (si bien hacía un grado bajo cero y caía absurda nieve), allá fue Sarkozy con sus galas
tropas. En fin: los activistas ocuparon el teatro; el público –para mi sorpresa–
adhirió sin titubeos a su pedido solidario (o eso creí entender en mi medio francés) y se firmaron
petitorios y exhortaciones. ¿Expulsarán a los rusos cuando mejore el clima? ¿Y quiénes son estos
activistas en defensa de los sin papeles? Pese a la niebla mediática montada sobre los zapatos de
Bruni, el giro político nefasto y vodevilesco aparece con contundencia por las calles, se cuela en
los escenarios de los teatros, y sus pruebas persisten al menos en forma de materia simbólica (la
protesta estaba lejos de ser –digamos– un evento revolucionario). También me sorprendió
la adhesión del público, prejuiciosamente burgués en mi mirada. Claro, en la Argentina sería medio
imposible: ¿cómo se comportaría un público si algún activista saltara al escenario y los increpara?
Supongo que habría fastidio; supongo que sería imposible saber si el tal activismo es espontáneo,
orquestado, oficialista o piquetero. Estamos abrumados de reclamos, a fuerza de verlos una y otra
vez repetidos, no ya como símbolos, sino como vida cotidiana.
Ahora voy a ver si alguien me explica lo del humo en que vivimos estos días.