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Imaginando a Benjamin

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A esta altura va resultando evidente señalar que el catálogo de Ediciones Godot –en especial la colección Exhumaciones– es de lo más interesante que se está editando en Buenos Aires. En estos días, en esa editorial y en esa colección, acaba de aparecer una breve pero muy rica Correspondencia entre Erich Auerbach y Walter Benjamin. 1935-1937, con traducción y estudio preliminar a cargo de Raúl Rodríguez Freire. En la primera carta reportada, del 25 de septiembre de 1935, escrita desde Roma, Auerbach le dice a Benjamin, en el contexto de la decisión de ambos de exiliarse de la Alemania nazi: “Pensé en usted por lo menos hace un año, cuando se buscaba un profesor para que enseñara literatura alemana en San Pablo (…) le informé sobre esto a las instancias correspondientes, pero no dio resultado”. Es decir que, como señala la nota 25 de la edición de Godot y el propio Rodríguez Freire en la introducción, Auerbach recomendó sin éxito a Benjamin para un puesto de profesor en la Universidad de San Pablo. ¿Qué hubiera pasado si la recomendación hubiera prosperado y Benjamin hubiera ido a vivir a Brasil? No hace falta decir que es imposible saberlo, aunque podemos jugar un poco a imaginarnos. De hecho, creo, lo más cerca que estuvo Benjamin del trópico fue en Ibiza en 1932 y 1933 (donde escribió uno de sus textos clave: Experiencia y pobreza), a miles de kilómetros de San Pablo, a varias decenas del porcentaje de humedad habitual de Brasil, pero con una temperatura que bien puede compararse. En Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza, floja biografía de la residencia de Benjamin en la isla, escrita por el poeta ibicenco Vicente Valero, se menciona su dificultad para adaptarse al calor, más allá de que el libro incluye una hermosa foto de Benjamin, con anteojos de sol y con un rostro que refleja auténtico placer, navegando en un barquito junto a unos amigos por la Bahía de San Antonio, en mayo de 1933.

Pero si algo tiene de interesante imaginar a Benjamin en Brasil no es por esa cuestión climática, finalmente secundaria y hasta irrelevante, sino por lo que estaba pasando en San Pablo a mediados de los años 30, es decir, diez años después de la Semana de Arte Moderno de San Pablo, de 1922. Benjamin hubiera llegado a la ciudad latinoamericana con el marco más vanguardista de la región; una escena de una radicalidad estética, una creatividad literaria y un rigor intelectual que no tenía nada que envidiarle a la que, en la misma época, sucedía en las principales capitales de Europa. Imaginemos por un momento a Benjamin con Manuel Bandeira, conversando sobre hachís y drogas a partir de Nâo sei dançar (“Uns tomam éter, outros cocaína./ Eu já tomei tristeza, hoje tomo alegría”), pensando en los avatares del Partido Comunista de Brasil, que había sido fundado una década antes, discutiendo sobre estética y política con Mário de Andrade. Pero nada de eso ocurrió. Y en mi opinión imaginaria, nunca hubiera ocurrido: Benjamin era un típico judío alemán afrancesado de izquierda, poco propenso a vincularse con otro mundo que no fuera el suyo. Mundo que estaba a punto de desaparecer para siempre. Su suicidio, entre otros modos, también puede comprenderse como una imposibilidad para pensarse en Estados Unidos o en cualquier otro sitio ajeno a su mundo perdido.

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