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Inamovilidad de los jueces

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Uno de los pilares de todo sistema republicano de gobierno es el de la independencia del Poder Judicial, la que puede lograrse de diferentes maneras, siendo una de ellas la de asegurar la inamovilidad de los jueces en sus cargos.  “Inamovilidad” significa que la continuidad de los jueces no depende de la voluntad de un órgano político de gobierno (Congreso o Ejecutivo), salvo que el magistrado cometa algún delito o incurra en mal desempeño, en cuyo caso corresponde la aplicación del juicio político, si se trata de un juez de la Corte, o del procedimiento de destitución en el que interviene el Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento, si se trata de un juez inferior. Pues la única manera de garantizar la referida inamovilidad de un juez en su cargo, es asegurándole que lo conservará mientras dure su buena conducta.

Sin embargo, no atentaría contra la garantía de inamovilidad la fijación constitucional de un límite de edad para la continuidad de los magistrados, en la medida que, al alcanzarla, se vieran obligados a retirarse o jubilarse, porque los jueces no dejarían sus cargos por voluntad de otro órgano, sino por la conjunción de: el hecho natural de cumplir determinada edad y una norma constitucional que así lo dispone.

Pero no fue ello lo que ocurrió en 1994, año en el que, lo que en realidad ocurrió, fue lo siguiente: primero el Congreso de la Nación declaró la necesidad de reforma constitucional (Ley 24.309) sin incluir en el temario la cuestión de la duración de los jueces en sus cargos, y a pesar de ello luego la Convención Constituyente fijó un límite de edad a los 75 años, pero no para que los jueces se jubilen, sino como condición de continuidad, disponiendo que para poder mantenerse en sus cargos deben contar con la voluntad del presidente de la Nación (quien decide la renovación de los mismos) y del Senado (que presta el acuerdo necesario). Pues dicha norma no sólo afectó claramente la garantía de inamovilidad de los jueces, sino que además, constituyó un exceso en las atribuciones de la referida Convención, ya que, insisto, la duración de los jueces en sus cargos no había sido un ítem cuya necesidad de reforma hubiera sido declarada por el Congreso.

Es por éste último motivo que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso “Fayt” (1999) dispuso la nulidad de dicho límite de edad.

A pesar de todo lo aquí expuesto, el pasado 28 de marzo, con argumentos a mi juicio inconsistentes, con otra integración respecto de la que se pronunció en “Fayt”, y con la impecable disidencia del juez Rosenkrantz, la Corte dictó sentencia en el caso “Schiffrin”, argumentando que: 1) la Convención Constituyente de 1994, al estipular el límite de los 75 años, no había excedido sus potestades, y 2) que tampoco había afectado la garantía de inamovilidad de los magistrados.

Respecto del primer punto, argumentó que la ley declarativa de necesidad de reforma había habilitado a la Convención Constituyente a “actualizar las atribuciones del Presidente” entre las cuales está la de designar jueces. Sin embargo, nada tiene que ver la designación de los jueces con la duración de los mismos en sus cargos.
Con relación al segundo ítem, al fijarse una condición de continuidad de los jueces (cumplir la edad de 75 años) dependiente de la voluntad del Presidente y del Congreso, no cabe ninguna duda de que se ha vulnerado la garantía de inamovilidad que aún continúa vigente en el texto del Art. 110 de la Carta Magna (no reformado en 1994) según el cual los jueces duran en sus cargos mientras dure su buena conducta.

Sería muy positivo que la Constitución Nacional previera una edad jubilatoria para los magistrados y para todos los funcionarios públicos en general, sobre todo para el Presidente y vicepresidente de la Nación; pero para ello es necesario que la Constitución Nacional lo disponga, por medio de una reforma que no tenga vicios en su gestación y desarrollo.

*Prof. Dcho. Constitucional UBA, UAI y UB.