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Instrucciones para mayordomos

Sergio Batista, campeón del mundo en México ’86, confesaba que en el epílogo de su carrera y sumido en una lucha desigual frente a su adicción, eligió irse a Japón para cortar de raíz con todo el entorno de personas y circunstancias que le hacían imposible salir adelante. Hoy es el técnico de la Selección Argentina Sub-20 y estará en el banco de suplentes en Beijing, cuando el equipo nacional defienda el título olímpico conseguido en Atenas 2004

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Sergio Batista, campeón del mundo en México ’86, confesaba que en el epílogo de su carrera y sumido en una lucha desigual frente a su adicción, eligió irse a Japón para cortar de raíz con todo el entorno de personas y circunstancias que le hacían imposible salir adelante. Hoy es el técnico de la Selección Argentina Sub-20 y estará en el banco de suplentes en Beijing, cuando el equipo nacional defienda el título olímpico conseguido en Atenas 2004.
Esta historia, multiplicada en muchos otros casos anónimos, es una buena parábola del combate que la economía argentina lucha contra la inflación, un flagelo que cuando se cree muerto resucita con más fuerza. Sin embargo, en toda terapia contra cualquier adicción, la receta tiene tres pilares: primero, reconocer que el problema existe y que se quiere superar; luego, romper con todos aquellos circuitos que alientan a seguir en la espiral destructiva y, finalmente, asumir la debilidad personal pidiendo ayuda para sacar fuerzas en la cura, en un camino largo y sinuoso.
Ninguna de estas premisas está presentes en la coyuntura actual que terminó con un ministro que creyó más de lo aconsejable en lo que le prometieron y que chocó con más dificultades para las que estaba preparado. Unos días antes de asumir, un consejero de Martín Lousteau, de los que ya retiraron efectos personales, minimizaba el rol de malo de Guillermo Moreno, el secretario de Estado que terminó llenando el vaso de la discordia con sus exabruptos y su afán por controlar el terreno. En su visión, los males estaban en otras dependencias, donde se cocinan contratos millonarios y que tuercen el rumbo de las decisiones racionalmente convenientes.
Si damos por buena la inflación provincial (antes de soportar tropas de ocupación porteñas era correlativa en un 99% con los índices nacionales), la brecha entre la estadística formal y la real es mayor. Los sindicatos, apóstoles del realismo político, lo saben y por eso se resisten a firmar convenios que incluyan el techo sugerido del 19,5 por ciento. Al principio, acudían al ardid de incluir cláusulas gatillo encubiertas o sumas fijas que disfrazaran alzas mayores, como en el caso de los camioneros. Ahora, prefieren acordar pero sabiendo que la variable de ajuste entre sus pretensiones y lo que es bien visto desde el Gobierno es la vocación de duración del trato. Lo que se firma hoy se supone que volverá a conversarse de buenas o malas maneras, más pronto que antes. Es una consecuencia de las expectativas inflacionarias que terminan retroalimentando al IPC.
A cuatro meses y medio de su asunción, la renuncia del ministro de Economía no puede ser vista como un simple cambio coyuntural. Es la muestra evidente de que algo no funciona bien. El esquema de decisiones pensado como una maquinaria de acatar y de ejecutar lo que en la cúpula se decide funcionó con efectividad mientras el poder real y el formal era uno solo. A pesar de los heridos, la concentración de autoridad tenía la virtud de la claridad en el rumbo. Pero la desventaja que la soledad no es buena compañera cuando se trata de percibir los síntomas de agotamiento, al menos de una etapa, del modelo “productivista”. Si la inflación es la señal para impulsar un cambio o la campana que toca el fin del recreo, se sabrá pronto. Durante cinco años la Argentina estuvo acostumbrada a crecer y con ello dirimir los conflictos. Ahora, con el retorno a tasas altas pero más normales, cada decisión de política económica empieza a tener un costo, un afectado, una oposición. Se acaban los últimos cartuchos del “todos ganan”.
Quizás esto explica por qué se prefieren los anabólicos inflando la demanda y resistiendo a las medidas “enfriadoras” a encauzar la política en una senda más realista.  Esto implicaría un cambio cualitativo en la forma de diseñar pero sobre todo de llevar al terreno la política económica. Consensuar, escuchar, repartir, son verbos inusuales para las prácticas habituales en la era K. Pero son las necesarias para que la puja distributiva no se lleve puesta, una vez más, la frágil estabilidad económica alcanzada.
Elegir el otro camino obliga a tomar más controles en eslabones cada vez más amplios de las cadenas productivas. Implica pretender convertir al mercado exterior en una variable de ajuste de los precios internos en el intento por desacoplar la economía local de la internacional. También elegir nuevos adversarios en la dialéctica permanente por la lucha hacia el progreso y la felicidad. Campo vs. ciudad; producción vs. finanzas; provincias vs. Nación. Dicotomías que pueden ayudar a dar mística al combate de los soldados, como se califica el nuevo Fernández que llegó al gabinete. Pero que simplifican y alejan de soluciones sustentables. En un giro más grave aún, la economía, por su insistencia en marcar límites a la voluntad, podría ser vista también como un enemigo.
En esta opción, lo que se precisa non son profesionales al frente de un ministerio que ya tiene dueño, sino delegados prolijos que sigan al pie de la letra  las “Instrucciones para los mayordomos y capataces de las estancias” que Juan Manuel de Rosas dejó como legado de su puño y letra