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Interrogantes y esperanza

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La primera reacción, tal como se vio también en el silencio de la multitud en la Plaza de San Pedro, fue de sorpresa. El nombre del cardenal Jorge Bergoglio no era de los más mencionados entre los papables. Para mí, personalmente, el efecto de la elección fue análogo a aquél que percibí en la de Karol Wojtyla: en ese momento yo pensé que tal vez hubiera algo del Espíritu Santo en la situación y tuve la esperanza de que el “papa extranjero” fuera una señal fuerte de la Providencia Divina para una renovación de la Iglesia. Claro que la sorpresa positiva de la elección de Bergoglio se atempera un poco en el recuerdo de la desilusión: Juan Pablo II fue uno de los papas más reaccionarios de la historia reciente de la Iglesia, destructor de la Teología de la Liberación, sólo por recordar su pecado más grave.

Además, surgieron los interrogantes inmediatos sobre el pasado de Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires en la época de la dictadura militar. De esto sabemos poco o nada. En general, esperé que fueran versiones controversiales sobre este punto. Tal vez aceptó ciertos compromisos para salvar lo que era salvable. Nosotros en Italia sabemos algo de los tiempos de Pío XII y de su incierta resistencia contra Adolf Hitler, mitigada por su acción para salvar judíos y antifascistas de la persecución y el exterminio.

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No espero que del pasado de Bergoglio surjan verdades impactantes. Y esto es algo que genera en mí un sentimiento ambiguo: ¿qué podemos esperar de una Iglesia Católica que desde siempre, salvo con los regímenes explícitamente anticristianos, esencialmente “concordataria”, inclinada –pro bono pacis, como se dice– a no confrontar con los poderes dominantes salvo que sea agredida directamente, sea en su libertad de predicar, sea –tal como sucede más a menudo– en sus privilegios.

Que Bergoglio se oponga al matrimonio gay, al divorcio, al aborto, no me parece sorprendente ni preocupante: es lo de siempre de un cardenal de la Santa Iglesia Romana. No puedo esperar que se pronuncie en favor de estos temas. Como máximo, y en la mejor perspectiva, lo que es posible desear hoy es un papa que hable menos de estas cosas, que quite de la agenda la obsesión sexofóbica de la tradición eclesiástica. Puede también que tenga razones para decir que el celibato de los curas no es un tema decisivo, dado que la crisis de las vocaciones religiosas existe también en el mundo anglicano y protestante. Pero es verdad que debe pensarse en términos más “liberales” toda la concepción de la ética cristiana: más insistencia en la caridad y menos sobre la pureza, menos la morbosa atención al sexto mandamiento.

Es cierto que tiene el problema de defender la estabilidad de la familia, pero incluso en este caso se requiere un esfuerzo creativo para separar los cuidados necesarios de los niños del cierre “propietario” del cuerpo de los otros que siempre ha acompañado a este pensamiento (no olvidar el mandamiento mosaico de “no desear a la mujer de los otros”). Una Iglesia menos machista resolverá muchos de los problemas de escándalos sexuales de sus curas. En cuanto a la homosexualidad, una posición razonable podría estar en organizar la formación de los religiosos en instituciones abiertas, en universidades laicas y no en colegios masculinos, cerrados y exclusivos. Siempre habrá homosexuales: demonizarlos en nombre de la pretendida ley natural es una horrible violación al principio cristiano de la caridad.

Como se ve, es difícil hablar del nuevo Papa sin ceder a la tentación de designarle a él un programa. Pero todo esto es parte del esfuerzo de entender qué esperamos de él, qué esperamos también a la luz de los problemas grandes que sucedieron en los últimos tiempos en el seno de la Iglesia: temas como sexo, condición de la mujer, dinero. De temas como éstos el Evangelio habla bien poco, mientras insiste en la caridad. El papa Francisco se presentó, desde el modo de saludar a los fieles (“Buenas noches”) hasta sus ropas simples, como un ejemplo viviente de una forma de vida cristiana parecida a la de los orígenes. Esto nos da esperanzas a aquellos, como yo, que se sienten profundamente parte de la tradición cristiana y de la fascinación del mensaje de Jesús y que por esto mismo nos escandalizamos por tantos puntos de la Iglesia como institución.

Un elemento decisivo para tener muy buenas esperanzas con el papa Francisco es su origen: la Argentina, América latina. Por muchos motivos es justo pensar que Latinoamérica hoy es una auténtica esperanza para el futuro del mundo, con sus nuevas democracias, mucho más jóvenes y prometedoras que los nuevos gigantes económicos como China e India. Y en ese sentido, que hoy también el futuro del cristianismo se diseñe en aquella área del mundo me parece un gran signo de renovación. Quizás al Espíritu Santo no le importe. Pero parece cierto que una intervención providencial en esto debe reconocerse.
 

*Filósofo italiano. Autor de El futuro de la religión.