Aunque el tsunami de angustias, ojos vidriosos y pánico ante la lente impiadosa de las cámaras
tenía el sabor de lo ya vivido, no fue la primera vez. No será la última. Otra vez un político,
otra vez la confesión compungida, otra vez el sexo como argumento de los arrepentimientos más
compungidos. ¿El sexo?
No es fácil comprender la racionalidad de estas ceremonias de autoexpiación mediática,
incluyendo una rutinaria conferencia de prensa, con cónyuge al lado y “pecador”
admitiendo negrura abismal de íntimas prácticas. ¿Por qué sucede así? ¿Es, acaso, resultado directo
de una sociedad históricamente atrapada por un puritanismo execrable? Es algo más que eso. El caso
del ex gobernador del estado de Nueva York, Eliot Spitzer, tiene mucho de bochornoso y otro tanto
de divertido.
En no menos de seis oportunidades verificadas, fue detectado comprando servicios de
prostitución de muy alta gama, mujeres que cobran de 1.000 a 5.000 dólares. Investigada por el FBI
como circuito de explotación de mujeres, la organización de escort service de la que era cliente
Spitzer fue escrutada y el gobernador neoyorquino resultó individualizado.
Una ley federal de 1910 determina que en los EE. UU. es punible la prostitución forzada y
debe protegerse a las mujeres para evitar que sean traficadas a través de las fronteras estaduales.
Spitzer se convirtió en sospechoso de pedir y pagar prestaciones sexuales, infringir leyes
bancarias y transportar a una persona de un estado a otro, para propósitos inmorales.
El FBI filmó a “Kristen”, alias de Ashley Alexandra Dupre, de 22 años, a la que
describió como “bonita morocha de 1,65 de altura”, cuando atendía al gobernador, de 48,
en lujosa suite del hotel Mayflower de Washington DC, la número 871, donde se registró bajo el
falso nombre de George Fox. Pagó 4.300 dólares por las dos horas con Kristen. La cita fue detectada
por el FBI nada menos que la víspera del Día de San Valentín, cuando Spitzer fue a Washington a
prestar testimonio en el Congreso sobre cuestiones financieras.
La muchacha elogiada por el FBI pertenece al staff del Emperor’s Club, agencia de
call-girls de alto nivel. La investigación determinó que los manejadores del burdel ambulatorio le
sugirieron a Spitzer (que aceptó) pagar más dinero que lo habitual, como para tener
“crédito” en otras prestaciones. Era cliente habitual.
Spitzer no renunció a su cargo por haber perpetrado delito, pero consumió productos y
servicios ilegales. Y, además, lo hizo tras haberse convertido en pétreo cruzado de la moral
pública, impostor de escasa monta, pero no asesino, ni ladrón. Tuvo que irse.
Cuando el FBI hizo trascender la investigación realizada sobre Guido Antonini Wilson, el
valijero chavista, y sus cómplices de la Florida, el Gobierno de Cristina Kirchner habló de
“operación basura” contra la Argentina y se lanzó a encendida diatriba contra los
Estados Unidos. Ahora, el FBI provocó el derrumbe político del gobernador de uno de los dos
distritos más importantes de los Estados Unidos.
¿Por qué lo investigaban a Spitzer? Ya en 2007, el IRS, la DGI norteamericana, empezó a
hurgar entre sus documentos bancarios tras detectar sospechosas transferencias. Para decirlo bien y
rápido: se gastó 80.000 dólares en putas durante los últimos 10 años, módico promedio de unos 600
dólares por mes.
¿Son los norteamericanos un pueblo enfermo de imbecilidad y dogmatismo moral? No lo creo. Hay
casos similares a éste en los últimos años. Un senador por el estado de Louisiana, admitió que
desde su teléfono pidió un servicio de prostitución hace varios años, nada menos que al mítico
burdel clandestino DC Madam, de Washington. Su mujer compareció con su marido cuando éste pidió
disculpas por su “muy serio pecado”. Un gobernador de Nueva Jersey anunció en rueda de
prensa, con su mujer a su lado, que había tenido una historia con un hombre. Un diputado de Florida
envió “mensajes inapropiados” a pasantes adolescentes que trabajaban en el Congreso.
Otro senador, del estado de Idaho, se presentó junto a su esposa para negar que hubiese procurado
intimidad sexual con un hombre en el baño del aeropuerto de Minneapolis-St. Paul.
Copiados como clones: ojos turbulentos, gesto duro, actitud implorante, mujer firme junto a
varón humillado. Idea muy norteamericana: “contener el daño”, proyectar orden, control,
firmeza, frontalidad, remordimiento por el pasado, ilusiones para el futuro. Eric Dezenhall,
consultor en manejo de crisis, pontifica que “cuando la esposa o la familia está con vos, eso
sugiere que, bueno, alguien cercano a esa persona lo quiere y piensa que vale la pena estar
cerca”. ¿Será así?
El gran público siente fruición por estas ceremonias de expiación. Demuestran que hasta los
más poderosos son falibles, meros hipócritas sorprendidos con pantalones por los tobillos, o
–como sucedió con Bill Clinton– compartiendo su habano con alguien.
Spitzer se autodestruyó: había sido tapa de Time en 2002 con un título contundente:
“Wall Street Top Cop” (El cana número 1 de Wall Street), aludiendo a su foja de fiscal
general en guerra contra el delito. Su integridad destruida, consiguió sin embargo que su mujer,
abogada graduada de Harvard, con la que tuvieron tres hijos en sus 21 años de casados, diera la
cara por él. Así, de cruzado impecable se convirtió en un desgraciado con vista al mar.
Pero la historia verdadera es, creo, otra: el ex gobernador Spitzer se había especializado no
sólo en juzgar, sino en destruir víctimas. La ruina que produjo a otros es la que vive él ahora
mismo. Se hizo ilusiones: pensó, tontamente, que como gobernador del soberbio Empire State, él, ex
“sheriff de Wall Street”, podía comprarse impunemente una noche con una puta de lujo en
un hotel de otra comarca, en la más enceguecida negativa de un hombre a admitir ciertos límites.
Soberbia, no lujuria.
Nadie está blindado de por vida. No era sólo cuestión de revolcones clandestinos: como le
sucedió a Nixon con sus mentiras de Watergate, y a Clinton con sus pecadillos con Mónica. Lo que se
condena es la mentira, ocultar actos indebidos.
Mensaje inapelable: no hay impunidad eterna. ¿Qué pensarán en las filas del Gobierno
argentino de este concepto claro y decisivo, la certeza de que las impertinencias son descubiertas
y castigadas?
Y, por fin, está la mujer, “la cuestión del género”: la señora de Spitzer exhibió
amor conyugal y compañerismo. De no ser por ella, su marido hubiera aparecido ante las cámaras de
TV como tarambana sin atenuantes, y –encima– dando la cara solo. Alguien dijo que
cuando Spitzer y su mujer se presentaron ante la prensa, “la Primera Dama de Nueva York
parecía haber estado llorando desde la madrugada y haber comido ostras en mal estado”. Hay
otra pregunta, insidiosa aunque inevitable: la llorosa señora del Gobernador, ¿no estaría más
enamorada del poder de su marido, que de su marido?