COLUMNISTAS

Juegos entre flaubertianos

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No soy muy simpatizante de las interpretaciones sociológicas para la literatura. Sé, por supuesto, que es una larga y valiosa tradición; he leído muchos de sus puntos más altos (el Bourdieu de Las reglas del arte, la escuela de la recepción a lo Jauss e Iser, etc.) y de vez en cuando recurro a ella. Pero en general me ha resultado insatisfactoria, e incluso levemente tautológica (muchas veces termino pensando que explica la literatura por la sociedad y la sociedad por la literatura, sin explicar a fondo ninguna de las dos). Por lo tanto, es raro que repare en los contenidos de los textos, en las formas en que los textos “representan” lo real o lo histórico (como si me preguntase por cómo aparece la clase obrera en Dickens o los cambios urbanos en Joyce). Sin embargo, a veces se puede hacer una excepción, sobre todo si se está en una sobremesa con amigos inteligentes, divertidos y eruditos, y la conversación toma el tono del juego, del divertimento. Algo así me pasó hace poco en un restaurante excesivamente caro, cerca de la Avenida Paulista en San Pablo, con Samuel Titan –editor, ensayista y traductor brasileño–, quien acaba de terminar una traducción de La educación sentimental de Flaubert, libro al que además está dedicando un seminario en la Universidad de San Pablo. Obviamente, ambos coincidimos en que Flaubert lo había inventado todo: el realismo francés y la vanguardia del siglo XX, el nouveau roman y antes también a Raymond Roussel. Así, en tren de encontrar descubrimientos, arranqué diciendo que el comienzo de Bouvard y Pécuchet puede tomarse como la primera escena de levante gay de la literatura moderna. En la primera página se lee: “Para secarse la frente se quitaron sus sombreros (…) —¡Vaya! –dijo–. Tuvimos la misma idea, la de poner nuestros nombres en nuestros sombreros (…) Entonces se miraron con atención. El aspecto amable de Bouvard encantó enseguida a Pécuchet”. Luego, la historia es conocida: “El aspecto serio de Pécuchet impresionó enseguida a Bouvard”, uno de ellos exclamó: “¡Qué bien se estaría en el campo!”, y al poco tiempo estarían viviendo juntos en el campo, bajo el modo de la bêtise y de la crítica radical a la modernidad. Nada de lo que la literatura escribió después de Bouvard y Pécuchet le llega a sus talones.
Pero Samuel, que es más ilustrado y formado que yo (eso lo sabe bien nuestro común amigo Paulo Werneck, también editor y gran lector, que compartía el almuerzo con nosotros) pero que también corría con la ventaja de tener bien fresca La educación sentimental, dijo una frase insuperable: “En La educación sentimental se encuentra la primera descripción de un embotellamiento”. Y es cierto. En el apartado IV de la Segunda Parte, en la escena de la salida del hipódromo, se lee: “Por momentos la hilera de carruajes, demasiados juntos, se detenían todos a la vez en varias filas (…) luego, todo volvía a ponerse en movimiento; los cocheros aflojaban las riendas, hacían sonar sus largos látigos (…) Al pasar por el Arco del Triunfo, una luz rosada se expandía a la altura de un hombre haciendo brillar las tazas de las ruedas, las manijas de las portezuelas, el extremo de las varas de los coches, los anillos de las sillas de los caballos, y a los dos costados de la gran avenida (…) los árboles brillantes de lluvia se levantaban, como dos murallas verdes”.