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La acumulación como factor de riesgo

En Esperando a Godard, de Michel Vianey, hay una escena memorable. Vianey persigue a Jean-Luc Godard y al elenco de Masculino-Femenino (estamos en 1965) a Suecia, y en el viaje en tren, mientras todos duermen o charlan, Godard lee.

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En Esperando a Godard, de Michel Vianey, hay una escena memorable. Vianey persigue a Jean-Luc Godard y al elenco de Masculino-Femenino (estamos en 1965) a Suecia, y en el viaje en tren, mientras todos duermen o charlan, Godard lee. Lee Crimen y castigo, de Dostoievski. Llegado un momento, Godard llega al final del libro, entonces, satisfecho, lo cierra y pregunta en voz alta: “¿Alguien quiere leer Crimen y castigo?”. Y como nadie responde, él se pone de pie, abre la ventana del tren, lanza la novela lejos y vuelve a tomar asiento, como si nada hubiera sucedido.

Siempre intenté emular esa relación con los libros, una relación hecha de usufructo y egoísmo, esa idea un poco espartana de que a los libros debemos quitarles todo y no darles nada a cambio, tan acostumbrado estoy a hacer lo contrario, dándoles más de lo que recibo. Es una relación despareja, que recuerda un poco al reloj del que habla Cortázar en el preámbulo de “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”: “Cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. Creo que en general nos comportamos como si fuésemos los regalados, como si los libros fueran nuestros amos.

¿Por qué conservamos los libros que ya leímos? Por manía coleccionística, tal vez, o quizá porque abrigamos la secreta esperanza de que alguna vez, algún día, sintamos necesidad de volver a leerlos y nos tranquiliza saber que allí estarán, esperando. Es ridículo. Sobre todo cuando, en mi caso, creo que solo releí en mi vida pocos libros: El nombre de la rosa, de Eco; Fragmentos de un diario en los Alpes, de Aira; Los novios, de Manzoni, Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence, la Divina Comedia, de Dante; La luna de los asesinos, de Richard Stark; Socorro, estoy prisionero, de Donald Westlake; el Quijote... y no muchos más. De modo que mi biblioteca podría consistir tranquilamente en esos ocho libros.

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Un amigo que trabaja en una biblioteca pública estuvo en casa el otro día e hizo una estimación a vuelo de pájaro. Dice que tengo ocho mil libros. ¿Por qué tengo ocho mil libros si solo releí ocho?

Marie Kondo no tiene razón. La japonesa maniática del orden opina que deberíamos deshacernos de toda nuestra biblioteca y conservar solamente treinta libros. Son demasiados. Con diez alcanza y sobra. Cuenta el escritor Ruggero Guarini en el prólogo a La sinagoga de los iconoclastas, de J.R. Wilcock, que el argentino poseía además de “una casita sencilla, con pocos muebles y escasos cacharros”, un estante de libros. ¿Cuántos libros significa eso? ¿Quince? ¿Diez? Sabemos que Wilcock amaba a Wittgenstein, de modo que sin duda contaba al menos con las Observaciones filosóficas y con el Tractatus logico-philosophicus. ¿Cuáles serían los otros?

Acumular libros como si fueran zapatos, al igual que el consumo de harinas, es resultado del sedentarismo. El hombre paleolítico, nómade, no leía ni consumía harinas. Y se movía por la vida con aceitada agilidad y gozando de buena salud. Acumular libros es uno de los principales factores de riesgo en el desarrollo de muchas enfermedades crónicas, como la diabetes y la hipertensión arterial.