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La angustia no miente

Recuerdo cuando empezó. Estaba toda mi parentela reunida en el patio de adelante de mi casa de la infancia, yo era chico, tal vez seis o siete años.

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Recuerdo cuando empezó. Estaba toda mi parentela reunida en el patio de adelante de mi casa de la infancia, yo era chico, tal vez seis o siete años. Era de noche y habían puesto mesas en el patio para cenar por Navidad. Mi padrino había armado el pesebre con arena y un espejo debajo para que pareciera un lago, había puesto al niño Jesús y su madre y su padre y a los Reyes Magos que llegaban para homenajearlo.

Hasta ese entonces siempre había sido feliz en Navidad, la esperaba, me encantaba. Pero esa noche algo se corrió de eje y sentí un peso en la garganta que no me dejaba tragar. Fue tan intenso que se lo dije a mi mamá y cuando ella me preguntó qué era lo que me pasaba –yo era chico, no sabía que sentía por primera vez en mi vida angustia sin objeto– le dije que a la tarde había estado masticando un lápiz y que se me había quedado una astilla de madera en la garganta.

Cada uno de mis familiares me auscultaron la garganta. Mi papá hasta probó con una linterna. No hubo caso. Terminamos en la guardia del Ramos Mejía con mi madre. Y estábamos ahí esperando cuando irrumpió una camilla con un chico conectado a un suero y un respirador y sus padres y enfermeros corriendo. La astilla se disolvió en la garganta como una pastilla efervescente. De golpe estaba curado. No fue necesario que me viera un médico. Volvimos a casa.

El otro día mi hija, de ocho años, me dijo que le costaba respirar, que si pensaba en respirar le costaba. Otra vez la repetición. La angustia, dice Lacan, no miente nunca.