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La asignatura pendiente

Después de una agitada gestión de cuatro años y medio, legitimada en las urnas en octubre pasado, el Gobierno sigue exhibiendo la recuperación económica como su principal activo político. La Presidenta Cristina Fernández ha dicho en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso que el país ha vivido el mayor crecimiento en sus últimos 100 años.

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Después de una agitada gestión de cuatro años y medio, legitimada en las urnas en octubre pasado, el Gobierno sigue exhibiendo la recuperación económica como su principal activo político. La Presidenta Cristina Fernández ha dicho en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso que el país ha vivido el mayor crecimiento en sus últimos 100 años.
Más allá de la discusión sobre cuánto de la bonanza es resultado de las políticas públicas y cuánto del contexto internacional, lo cierto es que el producto y el empleo han crecido a tasas récord, situándose hoy muy por encima de los valores de la década pasada.
Los resultados en materia distributiva han sido, sin embargo, ambiguos. La visión positiva subraya la comparación con el pico de la crisis (2002): la brecha de ingreso familiar per cápita entre el 10% más rico y el 10% más pobre ha caído desde un valor de 39 en 2003 a 30 en 2006. Los números de 2007 aun están en discusión por los conocidos problemas del INDEC (una inflación mayor a la oficial podría implicar un aumento en la desigualdad). La visión más crítica, en cambio, recuerda que la brecha era de 29 veces en 1998. Así, la desigualdad es hoy tan elevada como en la segunda mitad de los noventa.
Hay quienes piensan que bajar la desigualdad es una batalla perdida de antemano, y aseguran que la prioridad debe ser bajar la pobreza. Sin embargo, convivir con elevados grados de desigualdad o exclusión, además de reprochable éticamente, es una amenaza a la democracia y un riesgo latente ante la posibilidad de un shock macroeconómico. En el Gobierno saben que la desigualdad cayó sólo lo suficiente para recobrar lo perdido en la crisis, y por ende prefieren hacer énfasis en la publicidad del aumento del producto, del empleo, y en la baja de la pobreza.
Las razones. La rigidez a la baja de la desigualdad ha tomado por sorpresa a muchos. Se argumentaba que detrás de la alta desigualdad de ingresos de los noventa, estaba el desempleo, el ajuste fiscal, el peso sobrevaluado, las políticas laborales, y la ausencia de programas de asistencia. Hoy todos estos factores han cambiado, y sin embargo la desigualdad sigue en los niveles noventistas. Esto no significa que los argumentos anteriores eran errados, sino más bien que posiblemente su impacto no era cuantitativamente tan relevante.
Hay dos factores que sí parecen haber sido determinantes en la dinámica distributiva. Por un lado, la devaluación implicó una enorme caída en los salarios reales, y una fuerte redistribución en contra de los estratos más pobres de la población. La recuperación de los ingresos de estos sectores durante los últimos años parece veloz en términos nominales, pero lo es menos en términos reales y aun menos en términos relativos al resto de la población.
El segundo hecho fundamental que ha moldeado la distribución es el cambio en la manera de producir en muchas empresas y del mismo sector público, a favor de una combinación que emplea algo más de trabajo calificado y mucho menos de no calificado. Este shock tecnológico/organizacional introducido en los noventa se ha mantenido casi sin cambios hasta hoy.
Las pujas distributivas de 2008 son la manifestación natural, en un período de expansión, de los reclamos de sectores que han perdido ingreso real y relativo en el pasado. Entre la recuperación post crisis y la vuelta de la inflación –aunque no lo registre fielmente el INDEC–, el trabajo está lanzado legítimamente a pelear por su tajada. La pelea por el reparto de la torta puede acallarse, o al menos demorarse, si la torta crece y todas las porciones son algo más grandes, o si a los actores les resulta difícil estimar el tamaño de cada porción: tanto la expansión económica como la inflación pueden servir, al menos por un tiempo, de válvulas de escape de un conflicto latente.
Existen otros mecanismos por los que la puja podría ser menos fuerte. Entre ellos, un sensato manejo de la política laboral, para favorecer el poder de negociación de los trabajadores sólo allí donde existen rentas; la intensificación de la ayuda social focalizada; y mejoras significativas en los servicios del Estado que permitan a los más pobres percibir un acceso más igualitario a la educación, la salud, la seguridad y la justicia. En particular, ayudaría mucho toda mejora en acelerar el proceso de calificación de la población pobre.
La aceleración inflacionaria es una amenaza cierta a la paulatina mejora de la distribución de la riqueza. Hay más dinero para educación, y eso es una buena noticia, pero está por verse que se encuentre encaminado a mejorar la calidad y el acceso a la educación de los más pobres. La atención médica y la nutrición, el acceso a bienes básicos como el agua potable, o el acceso al crédito, resultan todas vías de acción necesarias.
En un trabajo reciente del BID (“Los de afuera”) se traza un diagnóstico que obliga a ponerse en marcha: haciendo referencia a América latina, se asegura que “la porción más pequeña de la población que disfruta de ingresos y oportunidades comparables a las del mundo desarrollado tiene poca movilidad social descendente (…) independientemente del esfuerzo o de la capacidad”. Traducido, a los más ricos es poco probable que les vaya mal, aunque tengan poca capacidad o realicen poco esfuerzo. El bajo nivel de movilidad social de la región convoca a diseñar políticas integrales y a pensar reformas legales que ataquen estructuralmente la desigualdad.
* Economista CEDLAS-Universidad de La Plata
**Periodista y economista.