COLUMNISTAS

La barba de Lula y el negro de Cristina

LOS PARECIDOS entre los dos países no son pocos.
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Hasta fines de los 90, las historias políticas y económicas de Brasil y Argentina eran paralelas: dictadura, inflación, democracia, fin de la inflación, privatizaciones. A partir de nuestro default en 2002 y la entrada de Brasil al BRIC, las historias de los dos países parecieron diferenciarse para siempre. Pero, probablemente, bastantes similitudes estuvieron latentes esperando el momento de mostrar su resiliencia.

La clase media y alta de Brasil le hace a su gobierno críticas que no son diametralmente distintas a las que en Argentina se le realizan al kirchnerismo. Se acusa al PT de consumirse el stock de capital del país distribuyendo sin invertir en infraestructura que lo haga sustentable, porque después de haber alcanzado la autosuficiencia petrolífera en 2006 y anunciado que el descubrimiento de nuevas reservas en el mar convertirían a Brasil en otra Arabia Saudita, el año pasado tuvieron que importar petróleo por 8 mil millones de dólares y la producción de Petrobras cayó 17%.

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Otro ejemplo cercano a los argentinos son los cortes de luz, porque en los tres años de Dilma Rousseff ya hubo 181 cortes superiores a los 100 megawatts y sólo el mes pasado se registraron 12 cortes por las altas temperaturas. El récord de consumo fue generado por el aumento de venta de electrodomésticos. Lo mismo que la venta de autos, que casi duplicó la flota total en una década, sin agregar nuevas rutas y autopistas, haciendo que el tránsito se vuelva un caos y la velocidad promedio de un auto en la hora pico en San Pablo sea de 18,5 kilómetros por hora, menor que la que alcanza una bicicleta. El transporte público tampoco es una alternativa, porque a esa hora el subte paulista registra un hacinamiento de 11 personas por metro cuadrado, cuando el límite tolerable es de 6. Y algo similar sucede con la velocidad de conectividad, porque siendo Brasil la octava mayor economía del planeta, ocupa el lugar número 84 en el ranking de velocidad de conexión con 2,7 Mbps contra casi 10 en EE.UU..

El aumento de la inseguridad es otra preocupación en la que Brasil comparte agenda con Argentina. Después de haber pacificado las principales favelas de Río de Janeiro y en 2008 desalojado de ellas a los narcotraficantes, en la emblemáticas Rocinha (frente a las playas) y Morro do Alemão (frente al aeropuerto) volvió a haber tiroteos y ataques a la policía que las custodian, sumado que el índice de robos en la zona sur de Río (equivalente a la zona norte de Buenos Aires) aumentó el 40% durante 2013.

Ahora Lula se volvió a dejar la barba, dejando atrás el bigote que había adoptado poco después de alejarse del poder en 2011, cuando se tuvo que someter al tratamiento de cáncer de laringe. Y la barba de Lula tiene en Brasil lecturas simbólicas, como el negro en la ropa de Cristina en Argentina. Su nueva barba es traducida como un anuncio de que está dispuesto a volver a ser presidente, en 2018 (hoy tiene 68 años), después que Dilma concluya su segundo turno, haciendo realidad el sueño truncado del kirchnerismo con Néstor, Cristina, Néstor... O que podría volver en este 2014, si las encuestas demostraran que Dilma podría perder las elecciones de octubre, aunque las posibilidades de que ella no resulte reelecta por ahora son remotas: 10% para algunos, 30% para otros.

Los que odian al PT –y se ilusionan con el aumento de probabilidades de este último escenario– imaginan que una derrota de Brasil en el Mundial de Fútbol sería el detonante que promueva una generalización de las protestas callejeras que ya se vienen produciendo, porque se planificó gastar 1.000 millones de dólares en construcción de estadios y 3.000 millones en obras de transporte, pero se gastó tres veces más de lo previsto en estadios y, al revés, solo un tercio de lo proyectado en infraestructura de transporte.

Y los que más detestan al PT –para que la humillación y la consiguiente indignación sean aún mayores– llegan hasta a desear no solo que Brasil pierda el Mundial, sino que quien lo gane sea Argentina (el sueño de Máximo Kirchner para que la imagen de su madre vuelva a mejorar). Y que Dilma tenga que competir en un balotaje con una alianza de los otros dos candidatos más votados: Aecio Neves (ex gobernador de Minas Gerais y nieto de Tancredo Neves) y Eduardo Campos, actual gobernador de Pernambuco y, para algunos, el más temido por Dilma por haber sido aliado del PT y ministro de Ciencia de Lula (salvando las distancias, una especie de Sergio Massa).

Lula estrenó barba nueva con un discurso donde criticó al presidente del Supremo Tribunal –equivalente a nuestra Corte Suprema– por el fallo donde se condenó por corrupción a ex funcionarios de su gobierno. Y acusó a Joaquín Barbosa (el Ricardo Lorenzetti de Brasil) de escudarse en la Justicia para hacer política y le reclamó que se afilie a un partido político y renuncie al tribunal. Lula también se queja de los medios, aunque Dilma no lo acompañe en esas críticas.

Los parecidos entre Brasil y Argentina, a pesar de la infinitas diferencias culturales, geográficas y económicas, son el resultado de un proceso que se viene dando en gran parte de Sudamérica: países que pasaron a tener grandes superávits comerciales por el aumento de los precios de las materias primas, que permitieron la reelección de gobiernos neopopulistas y que –con distintos grados y eficiencias– priorizaron las distribución de esos excedentes de renta a la inversión en infraestructura. Mejoraron así la vida de los más necesitados, pero sin poder ingresar al círculo virtuoso que retroalimente esas mejoras.

La recaudación tributaria pasó de 14% del producto bruto en los 90 a más de 35% como promedio de todos los países de Latinoamérica. El modelo no generó ese aumento del ingreso, que como se ve fue común a todos nuestros vecinos. El modelo consiste en la forma en que se gastó ese mayor ingreso, lo que comienza a mostrar ineficacias.