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La belleza del derecho

Inspirada en una idea puritana del castigo, la FIFA modifica continuamente las reglas para distinguir cada caso

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Voy a hablar de un libro que no existe pero debería. Se llama Filosofía del reglamento del fútbol. Empiezo por una frase de Carlos Rosenkrantz, presidente de la Suprema Corte de Justicia, en una entrevista reciente con Jorge Fontevecchia. Dice así: “A la gente le cuesta entender por qué hay que respetar el derecho cuando parece injusto”. Detrás de ella hay una luminosa idea del juez, que inspira alguno de sus fallos más impopulares: que la moral no debe estar por encima de la ley, idea contraria a la de su mentor Carlos Nino, el jurista que elaboró la doctrina que permitió dejar de lado principios como los de la no retroactividad de la ley penal, el de la norma más benigna y el de la cosa juzgada.

Pero bajemos al fútbol. No hay un ámbito en el que la palabra “injusticia” sea más utilizada y donde haya tantos que se sienten perjudicados por la acción de fuerzas oscuras. Los hinchas, los jugadores, los dirigentes, viven adoptando la posición de víctimas y reclamando una reparación. Pero es en la órbita del reglamento donde el término sufre sus abusos más significativos, aunque estoy convencido de que la popularidad universal del juego está asociada a la claridad y la elegancia de las reglas consolidadas a principios del siglo XX.

Desde que, en 1925, se cambió la ley del offside, las reglas se mantuvieron sin cambios importantes. En el siglo XXI, sin embargo, la FIFA empezó a distorsionarlas hasta llegar a la utilización del VAR. La amplia mayoría de los locutores y periodistas justifica este pesado dispositivo (que contradice uno de los principios que el viejo reglamento consignaba explícitamente: que los partidos debían jugarse con la menor cantidad posible de interrupciones) aduciendo que su función es la de “evitar injusticias” por parte de los árbitros. Como si los árbitros pudieran ser justos o injustos cuando no hay nada más lejos de su tarea: en todo caso, pueden acertar o no con sus fallos. En estos años, la FIFA se ha asociado a esta orientación populista y vengativa, renegando de un aspecto fundamental del juego: que los errores del árbitro son insustanciales, que no merecen comentarios desde el punto de vista filosófico. Con el mismo espíritu, la FIFA ha renegado de otro fundamento de las viejas reglas, que solo sancionaba las faltas intencionales. Eso le daba al juego fluidez y al reglamento unicidad y claridad. Ahora, inspirada en una idea puritana del castigo, la FIFA modifica continuamente las reglas para distinguir cada caso (si la jugada es en el área, si la mano está arriba del hombro, si la silueta, si el volumen, si una falta es “imprudente” o “temeraria”... ), como si las reglas deportivas obedecieran a un fin moral y no para facilitar y simplificar el juego.

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Un ejemplo muy ilustrativo es la nueva regla que indica qué hacer si la pelota pega en el árbitro, norma que se descompone en varios incisos y provoca no pocas confusiones. Antes, no se hacía nada: el juego seguía como si el árbitro fuera aire, así la pelota entrara en el arco. Volviendo a la frase de Rosenkrantz: a la gente le cuesta entender por qué hay que dejar que el árbitro siga siendo aire cuando su intervención puede ser “injusta”. Y allí residía justamente la belleza del derecho, su primacía sobre las contingencias y las circunstancias externas a él.