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La buena copia

Yo ya lo sabía: Marcos López es un militante de la buena copia, del acto de plagiar, de rejuntar original y copia como acto artístico y no sólo técnico.

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Yo ya lo sabía: Marcos López es un militante de la buena copia, del acto de plagiar, de rejuntar original y copia como acto artístico y no sólo técnico. Pero el otro día me contó una idea que –por perturbadora– puede ser efectivamente tan buena como la de invocar a la siempre esquiva divinidad de la originalidad. López es curador de una muestra muy audaz en el Museo Macro, de Rosario. Han puesto en sus manos la colección completa de sus obras para que él decida qué presentar y cómo hacerlo. La primera audacia consiste precisamente en eso: en llamar a un fotógrafo para curar una muestra visual. ¿Qué otra cosa hace el fotógrafo sino encuadrar, dejar afuera lo que no se verá?

Pues una de sus propuestas para esta exhibición fue tomar una obra de Ernesto Deira, aquel pintor que hace casi sesenta años fundó junto a Noé, Macció y De la Vega el grupo de la Nueva Figuración, y pedirles a cinco copistas que falsifiquen el cuadro, que reutilicen lo nuevo. La obra se expondrá mezclada con la de estos copistas sin muchas aclaraciones. Será quizás imposible para el visitante descubrir el original. Y eso que las copias están muy lejos de ser perfectas. ¿Qué es lo que hace el pincel cuando copia? ¿Qué es lo que hace el alma?

Yo naturalmente no lo sé, porque la pintura nunca ha sido lo mío.

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Pero veo en ese acto de irreverencia insobornable un guiño cómplice a todos los supuestos de la creación, de la contemporánea y de la clásica. Cuando tenía siete años, me mandaban a un taller de pintura en la calle Saráchaga. La profesora nos daba recortes de unas ilustraciones o de otras pinturas que sacaba de una carpeta y nos pedía que las copiáramos. Yo pinté un ramo de flores todo parejo rayando el papel con mis lápices nuevos y ella me explicó que había que copiar las flores una por una. La tarea me pareció titánica e innecesaria. Seguí yendo un año entero, pero eso era porque me encantaba pronunciar la calle Saráchaga; no tenía ningún talento para la pintura. Ni siquiera para copiar. O sobre todo: ningún talento para copiar. Nunca lo tuve.

Tampoco pude nunca –como actor– componer a un rengo, copiar el acento cordobés o imitar a nadie. De esa falta de talento para con la copia, de esa culpa, abracé el arte como un cosmos en el cual lo original tuviera un sobrevalor. Al inventar lo nuevo, nadie puede comparar tu error, tu desviación, y entonces lo que hagas estará más o menos bien.

Coincido ahora con Marcos López: se necesita un gran talento para copiar. Es un talento que no sé para qué sirve luego. Pero las cinco pintoras que copiaron a Deira –dice Marcos– confiesan haber aprendido muchas cosas mientras lo hacían, mientras el mundo real se suspendía para obcecarse con esta creación que es y que no es.

Sólo un modo de copia me es afín y lo cultivo: la traducción. Traducir es copiar, es copiar bien, y si uno traduce de buenos autores aprende mucho más que cuando inventa.