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La canción de la tierra

Este año fui dos veces al Bafici: se estrenaban sendas películas en funciones especiales que no podía ni quería dejar de ver. Una me gustó más que la otra; entre ambas hay varios puntos de contacto.

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Este año fui dos veces al Bafici: se estrenaban sendas películas en funciones especiales que no podía ni quería dejar de ver. Una me gustó más que la otra; entre ambas hay varios puntos de contacto.
Andrés Di Tella presentó El país del diablo, un documental sobre la destrucción de los pueblos aborígenes durante y después de la Conquista del Desierto y sobre los intentos por recuperar una memoria y una identidad perdidas, organizado alrededor de una investigación sobre Estanislao Zeballos. A diferencia de las películas anteriores de Di Tella, El país del diablo (remix de un programa de televisión producido y emitido el año pasado por el canal Encuentro) carece de esa rarísima cualidad en el cine contemporáneo: ser pensamiento en imágenes. Sí, Di Tella salió a buscar imágenes (muchas de ellas muy hermosas) que ilustraran algo ya sabido, pero es precisamente el surco de ese ya lo que quita al film la grandeza de Montoneros, una historia, Desaparición forzada de personas o Fotografías, donde no había algo ya sabido sino que el saber (o su imposibilidad) se iba constituyendo a medida que la película se hacía.
A su manera, El país del diablo funda su pedagogía en una idea del campo como desolación y, como siempre en las películas de Di Tella, hay fotografías, manuscritos, mapas, y uno se deja llevar por el mismo encantamiento del director, cuyo manejo de los ritmos narrativos es admirable.
Por su parte, Albertina Carri presentó La rabia, otra película sobre el campo y la desolación, pero no bajo el semblante del desierto sino de la carnicería: los intercambios sexuales y la matanza de animales constituyen los motivos visibles de ese principio de articulación de la película, presente también en los dibujos más o menos abstractos que Carri decidió intercalar de tanto en tanto. 
Después de Géminis, una película olvidable (y que hay que olvidar), La rabia sorprende por su belleza, su economía de recursos, su intensidad, su inteligencia y su arrojo. Es, como la directora misma lo reconoció, su película más punk y, por eso mismo, muy borderline: está siempre a punto de transformarse en otra cosa y en esa metamorfosis indecisa, indefinida, incompleta, se funda su magnificencia.
En las dos películas vuelve, junto con el campo, algo del orden de lo siniestro: la crueldad de los coleccionistas de cabezas arrancadas a los indios que muestra Di Tella, o la crueldad como efecto de una ecología que sobrellevan los personajes de Carri. En un caso y en otro, la terra trema.