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La ciencia de la ciencia

Con cuarenta y cuatro años de atraso leo Los herederos de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, un clásico de la sociología moderna. Como dice Calvino, los clásicos no son nunca lo que uno espera de ellos y, aunque no sabía qué esperar del libro, igual me llevé una sorpresa.

Quintin150
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Con cuarenta y cuatro años de atraso leo Los herederos de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, un clásico de la sociología moderna. Como dice Calvino, los clásicos no son nunca lo que uno espera de ellos y, aunque no sabía qué esperar del libro, igual me llevé una sorpresa. Desde 1964 hasta ahora las tesis de Bourdieu sobre “los estudiantes y la cultura” (ése es el subtítulo y el tema del libro) han sido largamente analizadas, discutidas, enseñadas y refutadas, pero resultan novedosas para el lego por una razón paradójica: sus tesis sobre la enseñanza universitaria no parecen haberla modificado en lo esencial ni se han filtrado en el conocimiento medio de la gente ilustrada, ése que incluye rudimentos de Barthes, Foucault o Deleuze, para citar a otros pensadores franceses de la época. Da la impresión de que Bourdieu es una referencia obligada entre profesionales y un nombre conocido para el público, pero nunca alcanzó una influencia importante. Ese fracaso vuelve a sus ideas más atractivas y más frescas.
Los herederos parte de la evidencia empírica de que los estudiantes universitarios provienen de las clases más favorecidas y de padres profesionales. Pero nada resulta obvio a partir de allí. Bourdieu y Passeron afirman que para lograr una verdadera igualdad de oportunidades no sólo es necesario que más hijos de obreros accedan a la enseñanza superior, sino que los que acceden no se encuentren luego con nuevas barreras de clase. En particular con un modo de enseñar que se basa menos en los contenidos concretos que en la exhibición de un secreto savoir-faire, de un “buen gusto”, de una “gracia” en el comportamiento y la retórica que los estudiantes burgueses reconocen y asimilan sin dificultades, lo que les permite participar con ventaja de la competencia académica. Dicen los autores: “El interés pedagógico de los estudiantes provenientes de las clases más favorecidas sería el de exigir que los profesores no sigan fingiendo, que dejen de poner en escena proezas ejemplares e inimitables destinadas a hacer olvidar (olvidándolo) que la gracia no es más que una adquisición social laboriosa o una herencia social, y que en lugar de eludir la pedagogía muestren de una vez por todas sus recetas y sus técnicas”.
Una conclusión clarividente de Los herederos es que la superstición de que los profesores son custodios de un saber inaccesible genera una falsa rebeldía en los estudiantes, quienes terminan rechazando toda relación docente y renegando de su lugar en la producción de conocimiento. La idea –hoy se ve claro– es una impugnación anticipada del Mayo Francés y de sus inciertas consecuencias. Bourdieu y Passeron reivindican en cambio una “pedagogía racional”: una enseñanza, un entrenamiento que destruyan la ilusión de una distancia insalvable con la ciencia para quienes su clase social no proveyó de los códigos correctos.
Hace poco me tocó compartir una cena con varios escritores jóvenes. Para mi sorpresa, contaron que todos ellos habían asistido al taller literario de un colega muy mediocre pero que suele facilitar la publicación de los que recién empiezan. Los principiantes de hace cuarenta años (digamos Saer, Aira, Fogwill, Piglia, para poner cuatro nombres de dos sílabas) hubieran considerado insólito y hasta humillante pisar un taller literario. Sin embargo, en esos lugares se enseñan y se practican esas técnicas y esas recetas que reclamaba Bourdieu en el ámbito académico para que los desfavorecidos pudieran progresar. De todos modos, entre los alumnos del citado taller hay muchos hijos de familias acomodadas. ¿Será que el mundo de la cultura, al menos en la Argentina, se ha hecho ajeno no ya para los pobres sino para toda la población? Porque no deja de ser sorprendente que los hijos de la burguesía necesiten “aprender a escribir”. Tal vez sea otro signo de que la Argentina se hace cada vez más democrática.