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La ciudad de mármol

El fin de una vida bien vivida no debería ser solo ocasión de lamento. En la sala de velatorios, el rabino explica los movimientos del duelo.

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El fin de una vida bien vivida no debería ser solo ocasión de lamento. En la sala de velatorios, el rabino explica los movimientos del duelo. Al parecer, hay una relación intrínseca entre la elevación del alma del difunto y la compra de alimentos consagrados. La explicación dura lo suficiente, en un cuarto cerrado, para que los hijos no asistan al momento en que se retira el cuerpo del padre y se lo sube al vehículo funerario. Al paso del breve cortejo, hay quienes, distraídos, hacen la señal de la cruz. La avenida es amplia. Después de la cancha de Vélez Sarsfield, se llega a la zona de dominio de Nueva Chicago. Calles laterales, de casas modestas. La ciudad es una ciudad de lápidas bajas, mayormente en mármol negro, apenas los nombres de los difuntos, su fecha de nacimiento y fallecimiento. El logro del fin promedia los setenta años, aunque en este caso la duración parece un bien de familia.

Del recorrido del carrito con el ataúd deben encargarse los deudos varones, no se acostumbra que el hijo tome una de las manijas.

El calor arrasa, obliga al paso lento. Al fin se llega ante el pozo del fin, en un rincón perdido de esa urbe de ultratumba. Alguien, una no judía, pregunta si la ceremonia será breve o eterna. Mi primo señala el cajón: “Para mi tío va a ser eterna”, dice. El rabino pregunta si alguien recibirá el desgarrón ritual de su prenda. La hija acepta un corte y el hijo el desgarro de la remera. Luego le dice al rabino: “Me debe cuatrocientos cincuenta pesos”. El rabino no parece disfrutar de esa prueba de humor judío. Depositan el ataúd en el fondo, la hija canta una canción y la bella nieta arroja unas flores extraídas del jardín del abuelo. El dolor no tiene fin pero es tiempo de partida. Caminamos al sol abandonados de la mano de Jehová, porque, como se sabe desde el tiempo del Holocausto, el Señor de los judíos es ausencia. Adiós, papá.