La ausencia de confianza en el vínculo que los argentinos construimos con las instituciones condiciona nuestro comportamiento general. En cualquier estudio de opinión que se realice, éste es un elemento muy presente.
Gran esfuerzo han demostrado los referentes sociales y políticos para terminar con ella. Pocos países han sido tan indiferentes al proceso de destrucción de confianza institucional como la Argentina. A la Justicia no le parece relevante un Oyarbide; al FpV y al Poder Ejecutivo un Boudou; a la Corte Suprema un juez que afirmó no pagar impuestos en el momento de asumir; al sindicalismo los sindicalistas enriquecidos y devenidos empresarios; a la policía jefes narcotraficantes, y así con cualquier institución que analicemos.
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La destrucción de la confianza institucional refleja una clara intención de éstas de tomar distancia de la gente, encapsularse y obtener ventaja de la fragmentación que genera.
Los espacios de confianza sobreviven dentro de ámbitos cada vez más reducidos, y vinculados a escasos elementos. Queda depositada casi exclusivamente en relaciones familiares, en amigos. Lejos de estas referencias hiperpróximas, la desconfianza surge rápidamente y abandonado el “metro cuadrado” aparecen conductas defensivas que impulsan a las personas a cuestionar, a no respetar, a transgredir. El “otro poco confiable” es cualquiera detrás de las fronteras de lo familiar. Fuera de la casa, todo conspira contra la supervivencia, lo propio, lo que quiero.
De acuerdo con sucesivos estudios, la media de confianza en la Justicia de la población no alcanza al 20% en el AMBA, y 20% de la población asigna valores positivos de confianza a las fuerzas de seguridad.
Una vez fuera de la casa, se enciende la sospecha y muchas de las instituciones están ahí para ser evitadas o miradas con cuidado. Sencillamente ahí tuvo lugar el linchamiento.
