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La doctrina de los frutos del árbol prohibido

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“Justizskandals” (escándalo de la Justicia), resumió el diario Frankfurter Allgemeine, explicando a sus lectores que hace más de dos décadas que el caso AMIA se mantiene “sin solución” y con todos los gobiernos argentinos buscando, desde 1994 a la fecha, un “imposible balance entre la justicia para las víctimas del atentado y las oportunidades geopolíticas”. “Misteriosa muerte”, tituló el Süddeutsche Zeitung. “Genug mit den Lugen”. Así tituló y sintetizó otro diario alemán (Berliner Morgenpost) la actuación de la Justicia y los reclamos de la sociedad argentina: basta de mentir. No parece en modo alguno, abarcando tanto el atentado como el deceso de Nisman, un titular inadecuado. Las mentiras parecen dominar una escena en que la Justicia y la política se cruzan de modo funesto, anulándose mutuamente. Ni las investigaciones judiciales avanzan ni la política parecer poder aportar, por caminos alternativos, nuevos bríos a la investigación. Todos los caminos parecen cerrados.

Ambos ámbitos (la Justicia y la política) parecen anulados porque han desdibujado su esencia –republicana– y han dejado descansar (en Argentina y el mundo) sus progresos en métodos –y procedimientos oscuros de inteligencia– que lindan siempre con la ilegalidad y la violación de garantías. Ante la falta de “avances”, un fiscal puede tomar la resolución de “avanzar” por otros caminos para dar con la verdad. Pero esos caminos paralelos (pruebas de dudoso origen, dudosa fuente, de dudoso “procedimiento”) pueden ser un laberinto. Una trampa mortal en la que no sólo quedan atrapados fiscales y jueces: también las sociedades son muchas veces víctimas de la manipulación. El caso Nisman parece no ser la excepción. Más bien es la confirmación de un dilema que hoy afronta todo el Derecho y toda la actividad de la Justicia: la de hacer descansar parte de sus procedimientos (para encontrar pruebas, indicios) en estructuras de inteligencia –que muchas veces (producto del mismo tipo de “trabajo” o “servicio” que hacen, producto del tipo de “tareas” que llevan adelante) se autonomizan, llegando a extorsionar a los mismos funcionarios a los que en teoría “sirven”–, son servicios que tienen como “norma” la aplicación de métodos inconsistentes con una democracia. Nisman no estaba en medio de cualquier tensión: el fiscal estaba en medio de una tensión muy grave, acaso la tensión esencial que afrontan hoy nuestros sistemas de justicia.

En una democracia deliberativa (ideal, o que intente ser más transparente cada día) no debiera haber secretos de Estado ni estructuras que hacen un trabajo “oculto” que no puede presentarse o justificarse de cara a la sociedad (que pretendidamente, con esos métodos, se “defiende” de “peligros”). Las pruebas que se obtienen o se quieren obtener apelando a los servicios de inteligencia y violando la legalidad son un escollo de la democracia. Las pruebas no se deberían obtener nunca, en ningún proceso, en ningún país, violando garantías.

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Cómo la Justicia –cómo el Derecho, cómo los fiscales– convive (n) aún con estas estructuras de inteligencia, con estos servicios secretos que operan casi siempre al margen de la ley, en Argentina y el mundo, conculcando continuamente derechos, pero recolectando con estos “métodos” pruebas sensibles de las que se vale incluso la misma Justicia para avanzar en las investigaciones –“normalizando” de este modo la propia Justicia procedimientos que minan la legalidad democrática– está llamado a ser sin dudas uno de los grandes interrogantes –una de las grandes contradicciones– del siglo que comienza, una de las asignaturas determinantes en la construcción del Poder Judicial del siglo que viene. Muchos funcionarios –muchas vidas, muchas causas– quedan atrapados en medio de estas graves tensiones. Lo esencial de todos modos es que en una república los fiscales, sean consistentes sus denuncias o no, no aparecen muertos en un baño con un disparo en la sien.

*UBA. Conicet. Becario de la OEA. Profesor visitante de la Freie Universität, Berlín.