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La dualidad del erotismo

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En la introducción a los Cuentos populares italianos, dice Italo Calvino que los cuentos de hadas son verdaderos y que “tomados en su conjunto son una explicación general de la vida”. No debe haber un escritor más contrario a las tradiciones orales que Daniel Guebel, como se ve en Tres visiones de Las mil y una noches. Allí Guebel le hace decir al nieto de Antoine Galland, el primer traductor occidental de Las mil y una noches, que su abuelo descubrió en el relato llegado de Alejandría algo tan abominable (tan abominable como el Oriente mismo) que era necesario reescribirlo para adaptarlo al gusto y la sensibilidad de la Francia de su época.


Guebel hace algo parecido, aunque afirme que la tercera parte del libro, “Problemas del exotismo”, es su primer texto antiimperialista. Es cierto que le da por declarar tonterías en las entrevistas y que, últimamente, coquetea con el populismo nativo. Sin embargo, no hay nada en su escritura que lo desmarque de una intromisión condescendiente en el mundo oriental. Supongo que su confusión parte de suponer que si un comentario sobre el Oriente no proviene de un funcionario inglés como Lord Balfour (con el que Edward Said comienza su clásico libro sobre el tema) sino de un escritor pampeano, el etnocentrismo queda disculpado. Cuando Guebel pone en boca de Napoleón una frase como: “Se creen que además de cornudo soy boludo”, ilustra que escribe, como Galland, para la sensibilidad actual y local.


A Guebel le gusta saltar abruptamente del filósofo de salón al guarango de barrio y, de ahí, al glosador histórico o al divulgador científico. Así, lo vemos explayarse sobre los ingredientes que componen el Ras el hanout o sobre la fisiología de la visión y llenar páginas alrededor de términos como tapetum lucidum, corpora nigra y membrana nictilante. Como Calvino, sabe que la escritura necesita alguna relación con la verdad. Si no se la reconoce en el fondo histórico y colectivo de Las mil y una noches, se puede buscar en la web para que el libro albergue la información que compense la especulación y la fantasía.

También hay un paralelo entre Guebel y el sultán celoso que interrumpe la matanza de vírgenes para escuchar los relatos de Sherezade, aunque su personaje esté más bien pendiente de su destreza para la fellatio. El sultán no se decide entre la multiplicidad de la experiencia erótica y la obsesión por la búsqueda de su amante fugada e irremplazable. Esa ambigüedad esencial del erotismo entre lo uno y lo múltiple es la misma que hace que el libro vaya y vuelva de la reflexión abstracta y la pirotecnia discursiva a la empiria de las orgías y los fenómenos materiales, como si el escritor estuviera atrapado entre dos impulsos eróticos contradictorios de la escritura: la logorrea y la búsqueda de la forma, cuyos límites son el aburrimiento y la vaguedad.


Pero Guebel es un escritor brillante: tanto su imaginación como su destreza son mayúsculas y su libertad crece cada día. Por eso puede escribir un libro tan divertido e impredecible. No hay duda de que sería considerado un genio si pudiera dominar algunas de sus pulsiones. O tal vez sea un genio que merece ser entendido como él quiere y que se arruinaría si se desprendiera de sus manías. Después de todo, es lo que pasa con todos los escritores verdaderos.