COLUMNISTAS
IDEOLOGIA Y ENFERMEDAD MENTAL

La educación del compañero Bala

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Busqué y no encontré la nota de Sandra Russo sobre las esclavas de Londres: “El rescate tardío evidencia la incapacidad del Imperio para tramitar su individualismo perverso”. Es una pena, se la perdió. La noticia es que tres mujeres pasaron tres décadas encerradas a la fuerza por Chanda y Aravindan Balakrishnan, en una casa de Brixton, barrio de mierda, epicentro de la heroína durante la era Thatcher y, en los 70, de la revolución.
Hace cuarenta años, el parque que hoy lleva el nombre combativo (pero digno) de Max Roach era un baldío, ocupado por un número de squatters que algunos exagerados estiman en treinta mil, como los desaparecidos. Frente al parque, en Villa Road, vivían tribus que habrían espantado a los malos de The Warriors: apóstoles ocultistas de Aleister Crowley, predicadores del materialismo dialéctico, testigos de Janov que practicaban el grito primal e iban puerta por puerta reclutando adeptos con la ayuda de chicas en minifalda. Los Balakrishnan se mudaron a ese barrio en 1974 y un año después fundaron el Instituto de los Trabajadores para el Estudio del Pensamiento Marxista-leninista Mao Tse Tung, donde vivían en comunidad con otros 13 devotos de la causa.
La agrupación del camarada Balakrishnan –“Bala” para los amigos, no estoy inventando– era muy ortodoxa y estaba más adelantada que el resto: sostenían que la dictadura universal del proletariado ya había comenzado, secretamente, en China. Sólo hacía falta que se enteraran los demás. Por ejemplo, la Justicia, que envió órdenes de deportación para algunos de sus residentes ilegales, sin entender que el único gobierno legítimo en el mundo era el de Mao. En un comunicado de 1978, el camarada Bala denuncia la brutalidad, verosímil, de la policía que fue a cerrarle el negocio y los cita gritando algo menos creíble: “¡Tengo derecho a romperte un brazo, porque me envía el Estado fascista!”. Los militantes respondieron encerrándose en la casa y cantando La internacional.
El comunicado termina así: “Pero para los camaradas del Instituto, el futuro es glorioso. Agitando la gran bandera sagrada de nuestro amado Mao, y guiados por el Comité Central, juramos integrar activamente la nueva larga marcha socialista y proletaria hacia la revolución bajo la dictadura internacional del proletariado, para que todo el mundo se transforme en la brillante imagen roja del más grande comunista que vivió y vivirá, ¡amado general Mao!”. Después dijeron pasar a la clandestinidad, y nadie supo nada más de ellos hasta hoy.
Cualquiera puede volverse loco; los crímenes horribles de Brixton no desacreditan al maoísmo entero. Pero no es desmesurado suponer que el compañero Bala ya estaba loco de antes. Hay una relación entre ideología y enfermedad mental. La intuimos naturalmente y se demuestra todos los días, esta semana la vimos en la interpretación progresista de los saqueos en Córdoba. Pero es mucho más difícil establecer cuál es esa relación, e incluso si existe en términos generales. Como también sucede con la religión, su hermana melliza, el concepto de ideología es demasiado amplio; ambos suscitan actividades en un espectro inabarcable, desde la alfabetización al asesinato.
¿Por dónde empezar? Elegí un punto arbitrario –París, 2003, la última vez que estuve sano, antes de enfermarme diez años contra la ideología de otros– pero todo lo que mencioné después es funcional a esta pregunta, indivisible de otra que nos aflige desde hace tiempo: ¿son o se hacen? Sin acceso a datos duros sobre el cerebro de nuestros líderes y sus adeptos, la alternativa es entrelazar información diversa, como hacen los arqueólogos. El camino es más sinuoso, pero menos aburrido. Durante las próximas semanas, nos tocará alojarnos en el barrio del compañero Bala, en la primera mitad de los 70, en una habitación empapelada con posters de íconos de la época: Antonin Artaud, Mary Barnes y –sorprendentemente– un conocido nuestro: Richard Dadd.

*Escritor y cineasta.

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