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La fábula de Hollywood

La primera remake es la que sucede en tu cabeza cuando recordás la película que viste.

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La primera remake es la que sucede en tu cabeza cuando recordás la película que viste. A veces, unos versos que leíste se mueven en tu mente como el equipaje en la parte de arriba de un micro que va por un camino de ripio. Recordamos versos que encajan perfectos, pero cuando los volvés a leer te das cuenta de que los modificaste a tu gusto. ¿Nunca te pasó?

Hace unos días volví a ver Punto límite, una película de Kathryn Bigelow que había visto por primera vez a mediados de los 90. Hay también una remake malísima que anda arratrándose ahora por el cable, aggiornada a esta época. Pero esta que volví a ver es la primera, la mejor.

Punto límite es la historia de amor de dos hombres: El Bodhi –un surfer iluminado que comanda una banda de ladrones de banco que se visten con las máscaras de los ex presidentes de los EE.UU.– y Johnny Utah –un agente novato del FBI que se infiltra entre los surfers para capturarlos–: Patrick Swayze y Keanu Reeves.

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Reeves es un actor particular. Como Martín Palermo, alguien que hace papeles increíbles aunque todo indica que no está dotado para actuar. No me acordaba que en la película, el rol de la única mujer que aparece es puramente funcional a los hombres. Es engañada por uno –Utah– para que lo infiltre en la banda del otro, Bodhi, del que estuvo enamorada. Como una metonimia, ella pasa de enamorarse de Bodhi a enamorarse de Utha. Pero lo cierto es que el verdadero amor es entre ellos, aunque no puedan llevarlo al terreno sexual explícito.

Bodhi le enseña a surfear a Utah y lo alecciona: “Tenés que escuchar la ola, controlar el miedo”. Utah empieza a surfear y su vida cambia. Pero no puede dejar de hacer su trabajo. Los ex presidentes robaban bancos para financiar sus vacaciones, para inspirar a los hombres que andan de a pie, para inyectarles a sus vidas un poco de adrenalina y libertad. “Nunca hicimos esto por el dinero”, les dice Bodhi a sus cómplices cuando descubren que fueron infiltrados y que las papas queman.

Viendo la película uno siente el olor a bronceador de los surfers, siente los pies en la arena, el sol cayendo a pique en las playas del amor. Huele la testosterona de los hombres tostados. Da la impresión de que la película cuenta que es imposible salirse del sistema, que siempre va a llegar alguien que va a derribar todo, aun cuando ese alguien también aspire a la redención. Pero no lo sabe. Lo va a entender a medida que recorra el camino seguido por su maestro, el Bodhisattva.

Hay dos escenas increíbles en la película: en una, todos se lanzan desde un avión y antes de que se abra el paracaídas se abrazan en círculos. Es un momento de comunión inolvidable para Utah. En otra, Utah y Bodhi pelean en la playa mientras una tempestad mueve olas gigantescas. Se abrazan, se pegan, hasta que el agente especial Utah logra ponerle las esposas. “Se acabó”, le dice. “Te pasaste de la raya, mucha gente murió”. “Es verdad”, dice Bodhi, “a veces la vida tiene un humor de mierda”. ¿Lo va a entregar? No. Bodhi le pide que lo deje surfear esa última ola. Que es la que estuvo esperando toda la vida. Una ola que se produce cada cincuenta años. “¿Dónde me voy a ir?”, le dice. “Está toda la policía acá”. Utah lo piensa un rato y entonces se emancipa. Le abre las esposas y le dice: “Vaya con Dios, amigo”. Lo último que vemos de Bodhi es cómo se mete con su tabla a buscar la curación definitiva. La policía gana la playa y le recrimina a Utah que lo haya dejado escapar. Pero a Johnny Utah le importa un bledo. Esperemos que vuelva, dice uno de los oficiales. “No va a volver”, dice Utha y mientras camina, bajo una lluvia copiosa y con el océano embravecido de fondo, arroja su credencial del FBI en la playa. Es un hombre sin esperanzas.

Los que creen en la fábula de Jesús siempre tienen esperanzas, acá o en el cielo. Los que trabajan en las cocinas de los bares del Hell’s Kitchen creen que van a llegar a ser los dueños del bar. La fábula de Hollywood es creer que un día vas a ser Brad Pitt. Eso te mantiene siempre en el molde. En cambio, un pueblo sin esperanza es un pueblo peligroso para el poder, es un pueblo libre.