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La grieta

Camino de noche por avenida Santa Fe a la altura de Agüero, con dirección hacia Pueyrredón, de la mano que va hacia Pacífico (siempre me costó distinguir la izquierda de la derecha como un valor relativo; la fe en lo absoluto no mueve montañas).

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Camino de noche por avenida Santa Fe a la altura de Agüero, con dirección hacia Pueyrredón, de la mano que va hacia Pacífico (siempre me costó distinguir la izquierda de la derecha como un valor relativo; la fe en lo absoluto no mueve montañas). El ruido de los colectivos sube como las habladurías del mundo, que no pueden atraparme. Desde que el aprecio por la velocidad superó toda otra consideración, estos tanques andan a los pedos, circulen o no por los andariveles suicidas del Metrobús. De todos modos, hay un ruido humano que sobrepasa la saturación auditiva. Son gritos que aumentan de frecuencia e intensidad a medida que me voy acercando a la fuente.

Primero veo una bicicleta caída en un costado de la calle; delante de esta, un taxi estacionado, con las balizas encendidas y la luz de giro puesta. El conductor de la bicicleta caída es alto, fornido, musculado por el gimnasio. Usa un casco que parece uno de esos de combate que emplean los soldados americanos cuando (según nos muestra Hollywood) van a Medio Oriente a impartir la democracia y liberar a pueblos semipastoriles y prodictatoriales de sus perniciosas tendencias políticas; también lleva calzas semifosforescentes de lycra muy ajustadas a sus muslos poderosos. El ciclista se está ajustando la cinta de su casco de guerra mientras grita. No llego a escuchar la totalidad de la frase, porque ya está empezada, pero sobre todo porque me llama la atención la posición física de su interlocutor, el taxista, bajo, morocho y persuasivo. O al menos tiene las manos extendidas, mostrando su voluntad de paz. El taxista le dice: “No sé por qué te enojás si me chocaste vos a mí. Yo hice la señal de que me acercaba al cordón de la vereda y puse la luz de stop”. El ciclista gritonea algo que no se entiende, tal vez porque sigue ajustándose la cinta del casco y la cinta le aprieta el cogote de toro. El taxista insiste: “No sé por qué me gritás, si vos tenías que haberme visto, venías detrás de mí”. Entonces el otro grita, ahora sí claramente: “¿Qué por qué grito, que por qué me enojo? ¡Me enojo porque no sé qué hago acá, gritándole a un negro de mierda como vos! ¡No sé por qué discuto con un negro de mierda como vos, negro de mierda!”. Imagino, con anticipación de saña justiciera, que el taxista es un karateca, un sipalkiteca, un kunfumaster que en ese momento se elevará antigravitacionalmente y haciendo girar sus piernas en un ángulo imposible le pateará la cara al ciclista, pero a cambio de eso contesta civilizadamente: “¿Me chocaste vos a mí y yo soy un negro de mierda?”. “Sí, sí, vos, negro de mierda”, le contesta el otro, que ahora levanta su bici aerodinámica de caños de aluminio tatuados de luminosas siglas inglesas, y se monta. “Bay, nigger”, dice y se va montado sobre su inmundo negro mundo.