COLUMNISTAS
Ensayo

La guerra que no se esperaba

María Sáenz Quesada propone en Cuentas Pendientes del Bicentenario (Sudamericana) una mirada desde el presente sobre los orígenes de las naciones latinoamericanas, cuando la crisis de la monarquía española mostró las debilidades del imperio americano (1800-1830). Y se pregunta si muchos de los problemas actuales de nuestros países no son cuentas pendientes que se arrastran desde la Independencia.

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El proyecto político de los precursores de la eman­cipación, pecó de optimismo. Las exageraciones se die­ron como producto de las circunstancias: desarmar el edificio colonial construido en trescientos años, por resquebrajado que estuviese, para construir en su lugar las nuevas naciones no era tarea fácil, si bien convenía imaginarla como posible. Esta fue la idea de aquellos patriotas obsesionados en pensar América. Sin embar­go, lejos de cumplirse los pronósticos risueños, las di­ficultades para organizar los nuevos estados dentro de los principios republicanos de gobierno resultaron casi insalvables.

Al principio, y como parte de la utopía, no se pensó en guerras, si bien se previó la compra de armas a ingleses y estadounidenses. Se partía del supuesto de que la metró­poli no estaría en condiciones de contraatacar, por falta de flota para comunicarse con sus dominios y porque ya tenía bastante con la lucha contra los franceses. Contri­buía a sustentar esta hipótesis que las juntas autónomas 260 gobernaran en nombre de Fernando VII y con el objetivo explícito de preservar su herencia.

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Pronto la realidad se presentó muy diferente: las au­toridades locales que permanecieron leales al Consejo de Regencia desconfiaron de las promesas de fidelidad, detectaron los elementos revolucionarios en juego y reac­cionaron con firmeza con el envío de fuerzas armadas que jaquearon a los ejércitos improvisados por las juntas autónomas.

Ambos bandos usaron al principio, las mismas divisas y banderas, hasta que la chispa revolucionaria se genera­lizó. Entonces los retratos de Fernando VII fueron que­mados, como sucedió en Caracas en el festejo del primer aniversario de la Junta. En el Río de la Plata, la inicia­tiva de la escarapela y la bandera celeste y blanca la tomó Belgrano en 1812, en las baterías de Rosario que defen­dían la costa del Paraná del ataque de los españoles de Montevideo; a su turno los caudillos federalistas toma­ron los mismos colores y les agregaron bandas o divisas para definir su identidad.

La guerra era consecuencia ineludible de la iniciativa juntista, pero su ferocidad resultó inesperada. Una de las causas de este fenómeno fueron ciertos hechos cruentos, magnicidios, masacres y represalias.

En el Virreinato del Río de la Plata, el fusilamiento del ex virrey Liniers, del gobernador intendente de Córdoba y de otros altos funcionarios, produjo un corte definitivo en­tre el antiguo régimen y la revolución. Fue Mariano Mo­reno –de simpatías jacobinas–, quien tomó la decisión de apelar al terror revolucionario, pero el decreto de muerte contra los conspiradores de Córdoba fue firmado por to­dos los miembros de la Junta, incluso por los que pro­bablemente estaban en desacuerdo. Como el comandante de la “expedición auxiliadora” encargado de la represión se negara a cumplir la orden, la tarea fue encomendada al vocal Castelli y al auditor militar Nicolás Rodríguez Peña. Fueron condenados a muerte sin ser oídos.

Liniers pagó con la vida su popularidad en el ejército criollo como héroe de la reconquista, y el hecho de haber nacido francés, que lo hacía sospechoso de bonapartista, además del peligro concreto de que los realistas cordo­beses hicieran causa común con el Perú. El embajador inglés en Río de Janeiro, Lord Strangford, advirtió en carta a la Junta su disgusto con el procedimiento “por poco conforme con el espíritu de moderación que había dictado vuestras primeras medidas”. Tras las ejecuciones, la fuerza militar que marchaba al Norte llevó un mensaje claro y tremendo: la Junta de Buenos Aires representaba la voluntad de los pueblos y quienes no lo admitieran serían reos de alta traición y “arcabuceados en cualquier lugar donde sean habidos”. Por dicha razón, fueron condenados a la pena capital los gobernadores intendentes de Potosí (Sanz), de Chuquisa­ca (Nieto) y el general José de Córdova.

La impresión que produjeron las ejecuciones realiza­das en la plaza central de Potosí es difícil de evaluar. El propio Castelli admitió en carta a Chiclana “cuán sensible me ha sido la eliminación de esos hombres”. Monteagu­do, en cambio, “se acercó con placer a los patíbulos para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por su triunfo”. A partir de allí, el virrey del Perú redobló su energía y formó ejércitos que le dieron el triunfo del Desaguadero.

En México, la ruptura tiene un nombre, la Alhóndiga de Granaditas, donde la matanza indiscriminada de “gachupi­nes” dejó una mala memoria que impidió la reconciliación (...)

Lo cierto es que toda América se convirtió en un cam­po de batalla del que poquísimas regiones quedaron al margen (en esto la Ciudad de Buenos Aires resultó pri­vilegiada). Determinados territorios fueron objeto de la más dura disputa por razones estratégicas y por su valor económico.

“Fue en Venezuela donde España hizo su grande es­fuerzo creyendo que dominado este punto céntrico del continente todo él quedaría paulatinamente dominado”, escribe Rufino Blanco Fombona. Allí la lucha tuvo, des­de el principio, los rasgos terribles de la guerra civil.

En efecto, apenas proclamada la Independencia se produjeron levantamientos a favor de Fernando VII de peninsulares apoyados por criollos, pardos y mulatos. Contaron también con la inesperada colaboración de las tribus indígenas de las zonas marginales.

La represión patriota sobre la ciudad de Valencia en poder de los realistas costó ochocientos muertos, cifra elevadísima para sus pocos miles de habitantes. Vino de inmediato la “guerra de sometimiento” de los realistas, a cargo del general Domingo Monteverde, buen militar, arrogante, audaz y represor implacable. A esto respon­dió Bolívar con el decreto de la Guerra a Muerte (1812): “Todo español que no conspire contra la tiranía a favor de la justa causa por los medios más activos y eficaces será tenido por enemigo y castigado como traidor a la patria, y por consecuencia será irremisiblemente pasado por las armas. Por el contrario, se concede indulto general y ab­soluto a los que pasen a nuestro ejército (…). Españoles y canarios, contad con la muerte aun siendo indiferentes”.

El terrible decreto ofrecía el perdón a los americanos “descarriados”. Los bloqueos comerciales también cumplieron su papel desestabilizador. Pero el factor que más contribuyó a la ruptura del orden social fueron los saqueos sistemá­ticos realizados por los bandos en pugna, en los que se destruyó la producción local (por ejemplo, los famosos hatos o estancias ganaderas de Barinas, donde se mar­caban cinco mil terneros anuales, que fueron saqueados por los españoles al comienzo de la guerra).

Debido a tales antecedentes, la historiografía ha car­gado las culpas sobre los jefes españoles de esta guerra, en particular sobre el legendario asturiano José Tomás Boves (1782-1814). Este piloto naval que fue acusado de contrabando y desterrado a los llanos de Calabozo, don­de prosperó en el comercio de caballos, luchó en las filas realistas contra la primera República de Venezuela y con­tribuyó en forma decisiva a su derrota. Jefe carismático de los jinetes llaneros, los convocó a luchar contra la aris­tocracia patriota de Caracas, que legislaba con el objetivo puesto en evitar el robo de ganado y el vagabundeo pro­pio de la población de la sabana.

Según observó Laureano Vallenilla Lanz, los llaneros han sido calificados como “degolladores” si peleaban del lado de los realistas; pero si servían a los caudillos patriotas desplegando las mismas energías, el mismo valor, la mis­ma ferocidad y arrastrados por los mismos incentivos de sangre y de pillaje, se elogiaba “a la noble empresa de crear naciones recorriendo en triunfo medio continente”.

El historiador Carrera Damas refuta la creencia de que el saqueo fue el incentivo propio de los soldados de Boves. Llevarlo a cabo fue una necesidad de todos los que hacían la guerra por la penuria fiscal, explica. En efecto, la gue­rra paralizó el comercio exterior que aportaba la alcabala y otros impuestos.

La noción de saqueo incluía desde exacciones y confisca­ción de los bienes del enemigo hasta empréstitos forzosos, acopio de víveres, armas y vestimenta, mediante despojo o pago diferido. Cuando el general español Morillo recon­quistó Venezuela (1815), las exacciones no sólo afectaban al enemigo convicto y confeso, sino también a los sospecho­sos y a los vasallos fieles. Así, muchos jefes se enriquecie­ron en forma personal y de regreso a España llevaron sus baúles repletos. Esto se repitió en el caso de ciertos aven­tureros extranjeros, que ofrecieron sus servicios militares a los patriotas, sin otro objetivo que el de acumular bienes. Sólo jefes con mucha autoridad pudieron limitar el saqueo a lo indispensable, aunque por este solo hecho perdieran popularidad entre sus soldados.

Para las partidas patriotas que resistían el avance es­pañol, el pillaje era el único recurso; ¿de no hacerlo, de qué vivirían? Después de la batalla se despojaba al ven­cido de dinero, alhajas, equipajes y caballadas, harina, víveres, mulas, tabaco, algodón, cacao, cueros y hasta de la plata labrada de las iglesias. Cuando en una región se agotaban los recursos económicos, el teatro de operacio­nes se trasladaba más lejos.

Como puede suponerse, el estado de guerra constante afectaba gravemente a la gente común y la predisponía a cambiar de bando. Según el historiador colombiano Res­trepo, en 1813 se produjo una reacción popular formida­ble que favoreció a los realistas: los pueblos que habían recibido a los patriotas como a sus libertadores se volvían contra ellos, seducidos por la propaganda realista o irri­tados con la guerra a muerte, los reclutamientos forzosos, la destrucción, las exacciones y el desorden. Asimismo, si bien donde estaba el general Bolívar había más orden y unidad, como el ejército republicano estaba dividido en partidas, cualquier oficial procedía arbitraria­mente a disponer de los bienes de cuantos él denominaba realistas. A esto se sumaba el pillaje individual del soldado –obligado a alimentarse y a vestirse a su costo– y los ro­bos y asesinatos por la mera ansia de botín. Todo se justifi­caba en que los recursos de la provincia se habían agotado y que era necesario esforzarse para salvar la patria.

Una vez terminada la guerra se intentó reencauzar el desorden con leyes contra el hurto y la vagancia, que en­globaban a justificadas protestas sociales con el delito y remitían, según Carrera Damas, al “mejor espíritu colo­nial”. De este conjunto de factores nace el bandolero ve­nezolano, que se constituyó en un problema endémico en el siglo XIX.


*Historiadora.