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causas y efectos

La inflación, el precio del populismo

Es falso que la suba generalizada de costos sea el pago por el alto crecimiento. Ahora, el Banco Central deberá intensificar la emisión para financiar la falta de recursos genuinos y, así, seguir aumentando el gasto.

Szewach
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Como vengo sosteniendo desde esta columna desde hace tiempo, la idea de que la inflación argentina es el precio a pagar por mantener alto el crecimiento y bajo el desempleo es interesante, pero falsa.

Gran parte de los países de la región están creciendo igual o más, con buena situación para sus trabajadores, mejor distribución del ingreso y muy bajas tasas de inflación.

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Lo que sí es cierto es que este particular “modelo” de crecimiento necesita, sin dudas, una tasa de inflación claramente superior a la media del mundo.

En efecto, el actual esquema de expansión se sostuvo, primero, con la amplificación del extraordinario contexto internacional, mediante una política cambiaria que maximizó el ingreso en pesos de los productores de exportables, protegió a los sustitutos de importaciones y le permitió al Gobierno recaudar retenciones a la exportación como “socio” de los exportadores.

En otras palabras, mientras la mayoría de los países de la región moderaron el efecto del favorable “shock internacional” revaluando sus monedas, la Argentina devaluaba el peso.

¿Por qué hubo que ir a “contramano” en materia cambiaria? Porque la falta de un contexto institucional y de mercado de capitales razonable, y una política de gasto público (moratoria previsional, subsidios a los precios de servicios y ciertos alimentos, aumentos de empleo y salarios públicos, etc.) explosiva obligó, por un lado, a generar tasas de rentabilidad elevadas para los sustitutos de importaciones para que se autofinanciaran y, por el otro, mayores ingresos en pesos para los exportadores, también para que se autofinanciaran y, a la vez, poder cobrarles más impuestos (retenciones).

La crisis con el campo frenó el intento de aumentar aún más los impuestos a la exportación, y la crisis mundial, después, alteró el contexto de extraordinarios precios internacionales y frenó la demanda automotriz brasileña.

Este nuevo escenario obligó a medidas extravagantes de financiamiento del populismo, básicamente la expropiación de los fondos de pensión.

Cuando llegó la “calma” internacional, la tasa de inflación ya estaba desbordada por la imposibilidad de seguir sosteniendo artificialmente bajo el precio de los alimentos –por falta de oferta, en especial la carne– y de los combustibles, y por la expansión de la liquidez del Banco Central, en su intento de sostener el tipo de cambio nominal y, simultáneamente, mantener una elevada liquidez para consolidar bajas tasas de interés y estimular el crédito de corto plazo.

La aceleración de la tasa de inflación vivida desde mediados de 2006 fue una combinación de una política cambiaria a contramano de la región (devaluar versus apreciar), una política de desaliento de la oferta de alimentos y energía –que terminó obligando a reconocer los precios que se intentaban mantener bajos a través de subsidios, controles y prohibiciones– y una política monetaria de expansión de la liquidez, todo esto puesto “al servicio” de un fuerte crecimiento del gasto público infinanciable de forma “tradicional”.

Hasta ahora, justo es reconocerlo, la indexación salarial en el caso de los trabajadores formales, ajustes más o menos importantes en las jubilaciones mínimas, el mantenimiento de los subsidios y precios políticos para un conjunto de bienes y servicios, y el bajo desempleo, han logrado disimular, al menos parcialmente, los efectos nocivos de la alta inflación sobre el crecimiento y la distribución del ingreso.

Y les han permitido al Gobierno y a sus aliados minimizar los archiconocidos efectos negativos de esa alta inflación. Pero lo preocupante, en todo caso, es que recién ahora, a todo lo descripto, se suma el hecho de que el Banco Central tendrá que financiar más intensamente con emisión la falta de recursos genuinos para seguir aumentando el gasto, lo que obligará a medidas de absorción de esa liquidez excedente, si no se quiere que la inflación siga escalando.

Reformulando, entonces, el dilema del comienzo de estas líneas: la inflación de dos dígitos actual no ha sido el precio a pagar por crecer y mantener bajo el desempleo, sino que ha sido el precio a pagar por crecer a través de una política intensiva en gasto público –ineficiente y muy poco “progre”– y por tratar de compensar, con “pseudo heterodoxia”, la falta de instituciones, mercado de capitales y aliento genuino a la inversión y a la producción.