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La luz chilena

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Una tarde de invierno, en la casa del superpoeta Daniel Durand, leímos con amigos unos versos de Oscar Hahn, magníficos, que quedaron repiqueteando en mi mente durante mucho tiempo. Decía el poema: “Aquí estoy otra vez de vuelta en mi cuarto de Iowa City”. Me gustaba eso de estar derrotado en un lugar remoto, con ese nombre. Nosotros, en cambio, estábamos amontonados en un departamento de Almagro. Con el tiempo, me fue concedida una beca en Iowa City, conocí a Oscar Hahn, que daba clases y residía allí, y conviví varios meses con un poeta chileno que se llamaba Hernán Canasto. Era más fácil ser amigo de una araña pollito que de él, sin embargo, por uno de esos misterios que tiene la amistad, lo terminé queriendo. Los yanquis son tipos conservadores, rituales. La universidad, cada año, sacaba la misma foto del inmenso frente de edificios donde estábamos viviendo los estudiantes y los becarios residentes. La idea era coreografiar una postal que mostrara, dejando estratégicamente las luces de las habitaciones encendidas o apagadas, la palabra IOWA gigante. Como acá hacen los hinchas de fútbol con los papeles de colores. No se podía fallar, unas habitaciones debían estar a oscuras y otras encendidas, milimétricamente. Hernán Canasto se quedó dormido en un bar y no regresó a sus aposentos, la luz quedó encendida día y noche y los que sacaban la foto tuvieron que suspender este ritual milenario. Había un error ortográfico sobre la última letra de IOWA. Un acento indeseable, que era la luz encendida del chileno.