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La mano del amo

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Francesco Guardi  nació en 1712 y vivió buena parte de su vida supeditado o esclavizado a su hermano mayor Giovanni Antonio, dueño de un taller de pintura que producía copias de célebres cuadros

de los siglos XVI y XVII, retablos para las iglesias de provincias, telas con temas bíblicos, romanos y caballerescos para decorar palacios y villas, además de pinturas decorativas con flores. Mientras Giovanni Antonio pintaba con superficial elegancia las partes centrales y guardaba para sí lo central de la venta, Francesco se conformaba con mendrugos y asumía, con pincelada nerviosa, las partes marginales y los fragmentos de paisajes.

Fallecido Giovanni Antonio, Francesco siguió pintando paisajes y caprichos, como si la mano del amo siguiera apretujándole fraternalmente la nuca. En esas desmesuradas torres enhiestas que surgen de manera absurda de sus obras anodinas, la crítica psicológica encuentra un anhelo de potencia que la materia pictórica no legitima. Durante el resto de su existencia se deja poseer por una combinación de realidades y fantasías que es la locura de los turistas que buscan en Venecia la pasión y la muerte que prometen los vahos pestíferos de sus canales y el exotismo oriental de sus máscaras carnavalescas, en una evocación espectral de la estupidez de la sociedad de su tiempo.

Son célebres sus escenas de danzas cortesanas en vastos palacios rococó donde cuelgan brillantes arañas y las personas parecen témpanos o metrónomos que bailan con el viento. Inventor y a la vez destructor de la pintura neoclásica, antes de morir descubre el trazo quebrado, la furia lacerante, la pintura disuelta y rota en el reflejo podrido del agua. En el dolor de lo que se atisba y no se encuentra, en la intuición de lo que percibe y hace sentir su falta, Francesco entrevió el verdadero secreto de la vanguardia. Muere en 1793, recibiendo la extremaunción de manos de su hijo Vincenzo, sacerdote de parroquia.