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La mitad del mundo

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Me alegra que haya venido de visita el señor Hollande, por lo que significa para el país y porque tengo en mi árbol de familia unos abuelos franceses. De este lado del mundo todos tenemos algún abuelo inmigrante a nuestras espaldas: tano, gallego, turco, ruso, lo que sea, y yo también; yo tengo un par de franchutes.
Pero lamento otra cosa que no tiene nada que ver con la que me alegra y es el asunto de los femicidios. Por lo que son y porque siento que no se hace lo suficiente para proteger a la que al rato nomás ya es “la víctima”. Salen las estadísticas, sí, y eso de qué nos sirve. De nada, vea.
Lo que nos serviría sería que se protegiera a las mujeres. Porque ese asunto de la restricción de acercamiento no sirve para un rábano. Es un par de párrafos en un papel que los violentos se pasan ya sabemos por dónde. Y van y se meten por el balcón o el techo y la matan a cuchilladas a la víctima. Que no ha
tenido custodia y no ha tenido botón de pánico y no ha tenido ayuda para mudarse de casa a un lugar que el tipo ignorara. Por un  lado, el asesino ha sentido siempre que esa mujer, la víctima, le pertenecía, y que por lo tanto podía matarla si la muy retobada lo había dejado.
Por el otro, la sociedad no se siente en falta: seguro que ella hizo algo para que él la matara. Y total, era simplemente una mujer. No hay verdadera protección para las mujeres que somos la mitad del mundo y las madres de la otra mitad. A la otra mitad le importamos poco.
Sí, estoy enojada, estoy furiosa. Y qué hay