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despedidas

La mujer única

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Lucía Blanco. Había sido la novia de un amigo, y el comienzo de nuestra historia sentimental vino contaminado por la sensación innecesaria de lo furtivo e indelicado, la culpa como gran alimento del deseo y como motor de los deleites del remordimiento y de la traición. Desde luego, aunque lo ocultáramos, mi amigo siempre lo supo y calló, y después ya no importó porque toda historia toma su esplendor menos de los mínimos orígenes que del despliegue de su singularidad. Lucía Blanco. Antes de conocerla yo venía siendo un frívolo y tardío conquistador y hubiera preferido tenerla sin tomarla de verdad, pero algo que me dijo en nuestro primer encuentro hizo que de alguna manera yo pudiera quedarme a su lado. Lucía Blanco. Hay mujeres como ella, pero son pocas las que un hombre tiene la suerte de que le toquen a lo largo de la vida. Mujeres que se encuentran con una materia a veces informe y logran que el peso de su decir –su exigencia pensante, su demanda meditada– nos haga consistir en algo. Mujeres que logran que otras mujeres se pregunten qué tendrá aquella que produce un efecto único sobre los hombres.

Fuimos novios en secreto y yo no supe entender lo que me pedía y no supe qué decirle, porque a veces la palabra “amor” quema demasiado y uno se sabe indigno de pronunciarla, pero cuando nuestro romance terminó conseguimos una amistad amorosa que supo de roces y peleas, y ahora no sé a quién podré hablarle ni quién me escuchará el resto de mi vida. Esquiva y dura, supo lo que le estaba destinado y no quiso consuelos ni distracciones. En la clínica, durante los dos, tres días del final, exigió que no hubiera hombres merodeando para despedirse de ella: no quería que atestiguaran la injuria que el cáncer le hacía a su belleza extraordinaria. Lucía Blanco murió sin dejarse ver por los varones, ella, que se había acostumbrado a hacerlos existir con su manera.