Algún día, el Pachuca de México, el DC United de Estados Unidos o el Avispa Fukuoka de Japón
ganarán la Copa Libertadores de América. Ese día, o aquel en el que la franquicia futbolística de
Chicago Bulls gane la Copa Sudamericana, habremos escarmentado y coincidiremos en la ridiculez que
significó incorporar equipos centro y norteamericanos en los certámenes de clubes de América del
Sur; o de haber invitado a Japón a disputar alguna vez la Copa América.
Algún oportunista de escrúpulos bien elásticos estilo Jorge Asís recordará que todo esto fue
oportunamente advertido en el anuncio de ingreso en tiempos de globalización que hiciera Carlos
Menem, por cierto el apóstol de los escrúpulos elastizados. Lo que no nos avisaron era que, a
cambio de no disponer aún ni de un Riachuelo limpio ni de un avión que viaje de Córdoba a Corea en
dos horas con escala en la estratósfera, sí tendríamos como receta indivisible impuesta por
cuestiones de marketing televisivo y, sobre todo, de necesidades financieras, a conjuntos de otros
continentes en un torneo eminente e históricamente sudamericano. Podríamos decir que el fútbol del
siglo XXI obliga a, por lo menos, plantear la duda sobre el vínculo de George Washington con la
independencia peruana o de Pancho Villa en la Guerra de la Triple Alianza.
Son las mismas cuestiones de marketing –y de exigencia por parte de los
esponsors– que establecen que la Fórmula 1 considere tan posible eliminar de su calendario
fechas tan tradicionales como la del Gran Premio de Gran Bretaña en Silverstone, como organizar una
carrera en Groenlandia por el mero hecho de tener un par de equipos auspiciados por fabricantes de
heladeras.
Está claro que el negocio de la más universal de las categorías del automovilismo deportivo
viene soportando no pocos sofocones financieros por razones que van desde la falta de
competitividad –nadie pudo sacarnos la sospecha de que un par de temporadas de las últimas
sufrieron sospechosos virajes cuando parecía que diez carreras bastaban para definir al
campeón– hasta la cuasi expulsión de las tabacaleras de un mercado que las tuvo, desde los
años 70, como principal sostén. Pero a esta altura me animo a decir que fuimos demasiado lejos. Y
que detrás del concepto de necesidad vital somos capaces de obligar a los pilotos a correr desnudos
o a garantizar un accidente fatal por carrera con tal de sostener los niveles de inversión.
Más allá de que vamos en camino de tener más fechas disputadas en los emergentes mercados
asiáticos que en los tradicionales e imprescindibles escenarios europeos, hemos llegado al colmo de
la entrega: en 2008 tendremos la primera carrera nocturna, característica reservada hasta aquí para
algún tramo menor de un rally o para competencias tipo las 24 Horas de Le Mans. Y si bien no me
animaría a discutir el encanto de la Fórmula 1 nocturna –puede ser un espectáculo
maravilloso–, lo que me fastidia es sentir que si ese GP se correrá de noche será por
exclusiva exigencia de la televisión, que no soporta ya tantas pruebas corridas en las madrugadas
europea o norteamericana. Bah, especialmente la europea.
Quienes entienden de la vida contemporánea no ponen demasiados reparos al respecto. Es más,
con tal de que tenga algún justificativo comercial te lo plantearán como una lógica necesaria; tan
necesaria como la de aceptar que los bancos se queden con tus ahorros o que en los Juegos Olímpicos
de Beijing las finales de natación se disputen por la mañana y no ya por la noche. Poco importa que
para los nadadores sea ridículo clasificarse al final de un día para una prueba cuyas finales de
harán en horarios tales que les exigirán levantarse de madrugada para preparar el momento cumbre de
sus carreras. Poco importa que muchos especialistas y entrenadores aseguren que ésta es la mejor
forma de empeñar la ilusión de sumar récords, que es por cierto un argumento clave en la disputa
que la natación mantiene con el atletismo para tener privilegios similares en el contexto olímpico.
Lo único que cuenta es que la NBC paga una fortuna por los derechos y no quiere tener de madrugada
las finales de un deporte que es, aunque usted no lo crea, de los pocos que la cadena
norteamericana suele televisar en vivo.
En definitiva, ¿con qué derecho podemos quejarnos de que la tele decida tantas o más cosas
que los mismos entendidos del deporte, si al fin y al cabo será a través de la tele que esta
mismísima madrugada empezamos a disfrutar del circo de la F1?
Como siempre, el error no está en los que abusan, sino en nosotros, tan pedantes como tontos
crédulos que todavía pensamos que importa algo más que el negocio. ¿O acaso en algún momento a
alguien se le ocurrió pensar en evitar el trastorno a los cientos de miles de porteños a los que
Luis Palau y sus seguidores nos cagaron el comienzo del fin de semana?