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La perfecta imperfección

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En el último texto de los Poemas de Samuel Wood, escribe Louis-René des Forêts: “Una sombra quizás, solo una sombra inventada/ Y elegida para la causa/ Roto todo lazo con su rostro./ Si escuchar una voz venida de otra parte/ Inaccesible al tiempo y al desgaste/ Se revela tan ilusorio como un sueño/ Hay sin embargo en ella algo que perdura/ Aun después que se perdió el sentido/ A lo lejos su timbre vibra todavía como una tormenta/ Que no se sabe si llega o se va”. El final deja al poema –y al libro entero– en un estado de vacilación: no se sabe si llega o se va. Pero sí sabemos que la sombra había roto todo lazo con su rostro y que el sentido se perdió. Antes, en otro poema, Des Fôrets emite una afirmación y lanza una advertencia: “Irreparable fractura/ Tomemos nota”.

Y también antes, escribe: “Levantada toda amarra/ y felices quizás”. ¿Qué es lo que se fracturó de manera irreparable? ¿El sentido? ¿La relación entre el rostro y su sombra? Y si fuera así, ¿esa situación lleva a que toda amarra sea levantada? ¿Y por qué después de “felices” agrega “quizás”? Todo ocurre como si una frase anulara la otra, como si a cada palabra le siguiera su contrario. O no totalmente su opuesto, sino una bifurcación, un desvío, un rizoma: no hay centro sino un tejido que se expande. Aquí ya estamos en el territorio de Deleuze, que es el de Agamben en el segundo capítulo de Creación y anarquía, sobre el que algo dijimos la semana pasada.

Pasó, como venía diciendo hace un momento, una semana y hay una frase de Agamben que vale la pena repetir: “Contrariamente a un difundido equívoco, la maestría no es la perfección formal, sino justamente su contrario, la conservación de la potencia en el acto, la salvación de la imperfección en la forma perfecta”. Luego agrega: “De aquí la pertinencia de aquellas figuras de la creación tan frecuentes en Kafka, en las cuales el gran artista es definido precisamente por una absoluta incapacidad respecto de su arte”. Es en esa falla, en esa imperfección que según Agamben (pero también según el Deleuze que escribe sobre Kafka como “literatura menor”) reside la potencia de una obra maestra.

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La obra completa de Louis-René des Fôrets  puede leerse como una impecable reflexión, desde la narrativa y la poesía, en torno a esta cuestión. Pero hay un cuento –Los grandes momentos de un cantante, el primer relato de La habitación de los niños— en el que lleva la cuestión de la perfecta imperfección hasta un punto de no retorno, de quiebre (es la amarra levantada), tal vez como pocos casos en la narrativa contemporánea (entiendo a un libro publicado en 1960 como todavía contemporáneo). El cuento narra la biografía de Fréderic Molieri, un extraordinario cantante de ópera. Hasta que un día, todo ocurre como si “Molieri se hubiese propuesto infundir poco a poco la duda en el seno de su auditorio”. A saber: “Fue así que en el primer acto [de Don Juan] se limitó a deformar cada vez más groseramente el estilo (…) adornando las arias más célebres con florituras (…) y en las últimas escenas (…) no vacilará en usar la única arma de la que todavía dispone: desafinará, desafinará hasta hacer llorar a los sordos”. Molieri desafina como nunca nadie antes en la historia de la ópera, lleva la imperfección al extremo en que se vuelve sublime: lo sublime de la obra de arte de después de las vanguardias.