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La religiosidad política

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Redujo la pobreza, dividió al país”: la frase acompañaba el título de tapa del diario colombiano El Tiempo en su edición del miércoles y resume de manera contundente un derrotero empecinado y una vida política, pero también el proyecto de país que llevó adelante Hugo Chávez desde 1999 hasta el final de su vida. Se trata de dos verdades indiscutibles para cualquiera que haya asomado su nariz en Venezuela y detrás de las cuales se escudan adoradores y opositores del comandante que nunca perdió una elección y a quien sólo el cáncer pudo correr del poder.

Es difícil no conmoverse con las imágenes de esos rostros desencajados en la despedida; con el dolor popular y la angustia colectiva por la partida del padre y la incertidumbre del porvenir. Pero los países no se construyen sobre lo transitorio y la vida de las personas –más allá del “Chávez no murió” de los cantitos– es transitoria, aunque las políticas de Estado no deberían serlo. Es en ese espacio de discrecionalidad donde aparecen los cuestionamientos más sensatos a los gobiernos de Chávez, a sus modos de hacer política. Y naturalmente no llegan de quienes aún lloran por el Paraíso perdido –confiscado– repartido entre los pobres, sino de quienes critican a la revolución bolivariana por ser un proyecto de ambiciones eternas, basadas en la arbitrariedad del que no contempla la posibilidad de la propia finitud. Y cuyo plan de acción queda suspendido en el momento exitoso del “rescate”, es decir, en ese tiempo heroico en que se logró regresar del abismo pero sin una idea de continuidad hacia el desarrollo de la población.

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Además de haber cambiado el mapa político de los partidos y familias tradicionales que usufructuaron la riqueza del país por décadas, algunas cifras clave cantan a su favor: menos analfabetismo, menos pobres, más médicos. No tendría sentido dudar de la voluntad que lo empujó a poner el país patas para arriba empoderando a los miserables y buscando convertir a Venezuela en “un mar de felicidad y de justicia social y paz verdaderas”, como anunció en Cuba en 2005. Pero tampoco relativizar o negar la corrupción voluptuosa que se asentó en los alrededores del Estado sin castigos ni reprimendas oficiales.
Sentado sobre un océano de petróleo en tiempos de materias prima en alza, el socialismo cristiano de Chávez fue un singular cruce de religión literaria y consignas de otro tiempo, que su picardía caribeña, su carisma y su potencia lograron reinsertar de manera entusiasta en el mapa regional, décadas después de la Guerra Fría y cuando términos como “imperialismo”, “cipayo” o “dependencia” parecían refugiados para siempre en el Museo de la Palabra.

Junto con su indiscutible aporte a la consolidación del continente como actor necesario en las discusiones internacionales, Chávez inauguró en Latinoamérica una era de personalismos avasalladores, tan atractivos como polémicos, con líderes intensos, absolutos y sin herederos. Es curioso, porque mientras la región logró levantarse de la mano de economías emergentes, al mismo tiempo pareció retroceder en términos de civismo al entregarse a la religiosidad política, con mandatarios que alimentan su carácter de indispensables, utilizan la palabra “yo” más de lo conveniente y cuyos seguidores actúan más como fieles respetuosos del dogma que como ciudadanos críticos educados para exigir sus derechos y cuestionar los agujeros negros del Estado.

Así como Chávez fue pionero en gobernar con un discurso combativo, narcisista y doctrinario, su partida será la primera ocasión de ver cómo se desenvuelve un pueblo huérfano luego de haberse abrazado con fervor a un líder considerado irreemplazable.
Los torbellinos de poder no son infinitos.

*Periodista.