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CARLOS ISCHIA, Y UN ELOGIO DE LOS ETERNOS SEGUNDOS

La sombra

Carlos Bianchi y Carlos Monzón comparten una misma esencia: son ganadores totales, absolutos, terminantes, indiscutibles. Los argentinos suelen rendirse ante tales infalibilidades. No fue así siempre, sin embargo. Si hablamos de boxeo, el Mono Gatica se convirtió en un mito popular aun sin ganar un solo título en toda su vida y Nicolino llenaba el Luna Park con un boxeo “para madres y novias”.

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“Sepan, yo no puedo dar sombra / Paredes enteras esperan lo mío / Oigan, no consigo dar sombra. (...) Ustedes son bellos, sin mí.”
Luis Alberto Spinetta (1950)

Carlos Bianchi y Carlos Monzón comparten una misma esencia: son ganadores totales, absolutos, terminantes, indiscutibles. Los argentinos suelen rendirse ante tales infalibilidades. No fue así siempre, sin embargo. Si hablamos de boxeo, el Mono Gatica se convirtió en un mito popular aun sin ganar un solo título en toda su vida y Nicolino llenaba el Luna Park con un boxeo “para madres y novias”. Es un tema de carisma, no de virtud. A unos les sobra lo que a otros les falta.
Monzón recién fue Monzón cuando le ganó a Benvenutti. Antes era un flaco aburrido al que nadie quería ver pelear. Carlos Reutemann, un piloto que era talento puro, sufrió como nadie la falta de un título y todavía no es reconocido como merece porque... ¡llegaba segundo en la Formula 1! Increíble.
Se ve que nuestro umbral de frustración es tan grande que preferimos ningunear a los segundos, tan expuestos ante la pérdida; aun desde la opacidad del último pelotón o el salvador anonimato de la tribuna. El principal ideólogo de esa visión impiadosa ha sido Carlos Bilardo, que hace años repite: “El segundo no existe”.
Muchas veces usó el siguiente ejemplo para reforzar su idea madre. “¿Alguien se acuerda quién fue el segundo hombre que pisó la Luna?”, preguntaba, desafiante. Intentaré refutarlo, doctor. Fue Edwin “Buzz” Aldrin, un tipo infinitamente más interesante que Neil Armstrong, el obediente capitán que se limitó a dejar su huella, recitar para la posteridad esa frase obvia que debe haber ensayado un millón de veces en su living y dejar que el bronce lo cubriera. Aldrin, deprimido después la proeza por el vacío que invadió su vida, detenida en esos días de perplejidad y asombro, escribió un libro conmovedor sobre su experiencia. Es un insulto llamar “segundo” a Aldrin, tanto como a la Naranja Mecánica de Cruyff del Mundial de 1974, que perdió la final contra Alemania, pero cambió la historia y revolucionó el juego. Las cosas como son.
¿Cuántos títulos debería ganar José Peckerman para ser más interesante que Ricardo Caruso Lombardi a la hora de hablar para los periodistas? Un millón, y no le alcanzarían. Pero, perdón; antes que mi crítica a Bilardo me sitúe por oposición entre los fieles del discurso de César Menotti, aclararé que los excesos de Bilardo me molestan tanto como la infinita sanata menottiana sobre la libertad, el placer y la identidad, siempre por encima del resultado. Creo que es un error plantearlo de esa manera. Si me someto a las reglas de juego, pues compito y busco ganar en buena ley, que nada mal está. Eso es la dialéctica, no voracidad.        
El destino de los acompañantes en las fórmulas políticas nunca fue amable. En la mesa de secretarios de redacción de un gran diario argentino que alguna vez integré, muchos esperaban los martes para divertirse con las conferencias del bueno de Víctor Martínez, vicepresidente de Alfonsín. Lo hacía, sostenían algunos colegas con cruel ironía, sólo para que los periodistas le contaran qué diablos pasaba en el gobierno. Perón eligió a un veterano radical, Juan Hortensio Quijano, para cumplir con las formalidades y condenarlo a un olvido que, por desgracia, no lo salvó de figurar en algunos textos como Hortensio “Jazmín” Quijano, el apodo que Américo Ghioldi le puso en sus filosas columnas de La Vanguardia. Menem gobernó sin vice desde que Duhalde pasó a la provincia; y a Ruckauf, directamente lo ignoró. Chacho huyó, Scioli siguió la misma ruta que sus antecesores hacia La Plata y Cobos, pobre, no entrena ni siquiera con los suplentes. Es un karma.
Todo este largo camino hasta llegar a Carlos Ischia, el técnico invisible. El asistente –¿quién habrá impuesto el muy marcial “ayudante de campo” para esas modestas tareas?–, el que atendía el celular de Dios y después se lo pasaba a Bianchi.
Ischia parece buen tipo. Es simpático, no se la cree, es trabajador y será imposible que las luces lo enfoquen demasiado tiempo. No da. En términos de jerga periodístico, es invendible; no es nota. Pelado, feo, da más edad que la que tiene, no crea polémicas, no sale de noche, nunca fue un fenómeno como jugador y sus mejores años los pasó en la exótica Barranquilla, demasiado lejos del mundo. Existe porque está en Boca, claro. Pero para todos es mejor pensarlo como esos personajes de telenovela venezolana que dedican su vida a asegurar la felicidad de la pareja estelar, los que mejor cachet cobran.
Es injusto pero la verdad es que todos lo ven como el que le calienta la pava para el mate que tomará don Carlos, cuando quiera. O el que deja que Riquelme ordene el equipo, desde adentro y desde afuera. O el que sabe tratar al grupo porque conoce bien dónde está el límite, con nombres y apellidos. Negocia y sobrevive. Es efectivo. Gana. El técnico ideal para un club que todavía sufre el duelo por la pérdida de esa ambigua relación amor-odio que su gente siempre tuvo con Macri, de ese enorme paraguas protector.
No lo conozco. Quizá pronto lo gane el olvido. No me importa. Hay que bancar a Boca, su voracidad infinita, la hegemonía que germinó con Mauricio I, los altibajos del enganche melancólico, las rachas de Palermo. Poner la cara y bancarse el monstruo de la masividad, nunca ha sido fácil. Por eso ahora, antes del cruce con Cruzeiro o de que algún empate en la Bombonera enfurezca a la Nación, quiero saludar al hombre sin sombra. Decirle que lo banco aunque Boca le gane a Racing, como casi siempre (maldición).
Contá conmigo, pelado. Cualquiera de estos días intercambiamos celulares, a ver si la suerte cambia; para todos