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La tragicomedia agroindustrial

Dentro de unos pocos años, es tan probable que en la Argentina debamos importar carne desde Brasil para abastecer el mercado interno, como que hayamos recuperado un rol protagónico en el comercio mundial, exportando más de US$ 2.000 millones, y habiendo generado medio millón de empleos. Ambos escenarios son posibles, y dependen exclusivamente de los funcionarios públicos, y de la dirigencia privada del sector.

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Dentro de unos pocos años, es tan probable que en la Argentina debamos importar carne desde Brasil para abastecer el mercado interno, como que hayamos recuperado un rol protagónico en el comercio mundial, exportando más de US$ 2.000 millones, y habiendo generado medio millón de empleos. Ambos escenarios son posibles, y dependen exclusivamente de los funcionarios públicos, y de la dirigencia privada del sector.
No es muy diferente lo que ocurre en el sector lácteo, en la molinería, y en otras actividades agroindustriales. Por un lado, enfrentan una demanda internacional muy sostenida que nos ha hecho olvidar las políticas proteccionistas de Europa y los EE.UU. Pero, por otro, la acción de algunos dirigentes, tanto públicos como privados, impide generar las expectativas favorables para que los productores primarios de esas actividades quieran invertir, y aumentar sostenidamente la producción.
La principal responsabilidad es del Gobierno, que no ha sabido, en estos seis años de crecimiento sostenido, con un tipo de cambio sumamente competitivo, implementar las políticas sectoriales que permitan aprovechar el excelente momento internacional, minimizando los costos internos. Y además ha generado una maraña de cupos de exportación, controles de precios y subsidios que ha desnaturalizado la actividad empresaria.
Estos subsidios a ciertos productos, a cambio de mantener sus precios internos, son una fuente de coerción  política y corrupción económica. Inmediatamente a su implementación aparecen los aprietes, cuando no directamente las “contribuciones políticas” y los retornos.
Es lamentable que empresarios que se autodefinen como tales hayan aceptado estas prácticas. Nuestra industria avícola no necesita esos subsidios que distorsionan los precios y las conductas; en cambio sí necesitan facilidades financieras, y en algunos casos impositivas, para seguir creciendo.
La industria láctea está mucho más necesitada de un importante flujo de inversiones que de compensaciones por vender leche por debajo del valor real, sin que nadie sepa quién se beneficia con eso. Para el sector sería mucho más redituable en el largo plazo una política de apertura de mercados externos, como lo ha hecho Chile.
En la actividad frigorífica, los cupos de exportación han castigado a los más eficientes, y la consecuencias en los mercados han sido patéticas: que baje el precio del lomo en relación con los cortes más populares…
Todo esto está constituyendo una tragicomedia, en donde los más pícaros ganan dinero sin esfuerzo, las empresas más serias se venden, la mayoría de los productores cae en el desaliento, y el Gobierno se cree el cuento de que controlan la inflación y benefician a los pobres.

Resultado. La consecuencia inmediata de toda esta política, cargada de arbitrariedades e incertidumbres, es la frustración y, por lo tanto, la falta de inversión. Nadie invierte si la rentabilidad depende del favor político. Solamente se animan a comprar empresas agroindustriales, a precios de liquidación, los brasileños que ingenuamente razonan que “los Moreno no pueden durar muchos años más”.
Como he explicado en anteriores artículos de esta misma columna (PERFIL, 24/11/07), no sirve combatir la pobreza controlando precios de bienes básicos y compensando con subsidios.
Ya muchos países, algunos más chicos que la Argentina, han implementado “subsidios a la demanda”, transfiriendo directamente a los sectores más necesitados los recursos para comprar determinados bienes y servicios a precios accesibles. Con la tecnología hoy disponible, y las bases de datos de beneficiarios de planes sociales, es sumamente sencillo distribuir tarjetas para comprar cierta cantidad de alimentos, y hasta viajes en transporte público, a precios especiales.
Esto evita enormes desperdicios, y todas las distorsiones y corruptela que se derivan de los controles y los subsidios.
La dirigencia privada tendría que estar abocada a encontrar estas soluciones, en lugar de repetirse en la queja por las retenciones, sin considerar el tipo de cambio real neto. Nadie puede defender las retenciones en el largo plazo, pero indiscutiblemente cumplieron una función muy importante durante la crisis, al generar ingresos fiscales, evitar el incremento de los precios inmediatamente posteriores a la devaluación, e incentivar la industrialización de la materia prima exportable. Pero el análisis de las retenciones debió siempre incluir el esfuerzo que hace la sociedad por mantener un peso excesivamente devaluado, para promover el crecimiento del empleo en las actividades competitivas.
No puede ser ignorado que el Banco Central ha erogado $ 50.000 millones adicionales en estos seis años, pagando un peso de más, por los dólares del superávit comercial. Y que los importadores, por la misma razón, hayan pagado $ 150.000 millones de más.
Es momento de afinar las cuentas para cada sector, y para cada producto, si queremos dejar de lado una discusión ideológica, y avanzar en propuestas concretas, aunque sean a varios años.

Temas. Los verdaderos temas hoy pasan por el transporte de la producción, que seguramente no se solucionará con el tren bala. También por los estándares sanitarios, los sistemas comerciales, las plantas quebradas que siguen operando en la marginalidad tributaria y sanitaria, la falta de una política de promoción interna y externa, el financiamiento y la desgravación de las inversiones, la industrialización de la soja, etcétera, etcétera.
El fracaso de funcionarios y dirigentes en la búsqueda de estas políticas sectoriales de largo plazo, no puede excusarse en la imposibilidad de lograr consenso en las distintas cadenas de valor.
En estas agroindustrias hay numerosos productores, industriales, exportadores e intermediarios, agrupados en decenas de cámaras y asociaciones. No todos tienen las mismas conductas ni los mismos objetivos. Algunos son empresarios de verdad, y quieren crecer y competir en un escenario local e internacional. Otros, pretenden ganancias rápidas evadiendo impuestos, ignorando controles sanitarios, y recibiendo favores del Estado.
Es responsabilidad de las autoridades hacer cumplir las leyes y diseñar las políticas, y de los dirigentes sectoriales, aportar sus opiniones, y conducir a las bases en una transición necesariamente compleja. Y de ambos explicarle honestamente a la sociedad las ventajas de estas políticas, y los sacrificios que deben acompañarlas.
Muchas agroindustrias podrían convertirse en verdaderas “industrias de base” de una Argentina próspera, tecnológicamente avanzada, geográficamente equilibrada, y socialmente más justa. La oportunidad está ahí, pero nadie lo va a hacer por nosotros